CAPÍTULO 11- La ciudad de los hierros viejos.

    “Pueblo Chatarra” es la localidad estándar de las Tierras Baldías. Tenemos que hacernos la idea de todo tipo de basura metálica (cientos de vehículos y otros artefactos) apilada para formar una sólida muralla, alrededor de una serie de casuchas de láminas de zinc y unos pocos edificios de ladrillo. Ruinas de preguerra todavía en pie, aunque apenas. Una “ciudad basurero”, mal iluminada por fogatas encendidas en tachos de residuos tóxicos, las cuales despiden un humo oscuro que flota en el aire. 
   La entrada (un túnel en la muralla, formado con el tráiler de un camión) está custodiada siempre por el agente de turno. El grupo llega y pide paso para llevar el herido al hospital.
   Albert, con el hierro retorcido que es la punta de la lanza todavía clavado a un costado, pierde el conocimiento mucho antes de que lo dejen sobre la camilla de lo que sería el hospital. El doctor, un sujeto tan mugriento como el sanatorio que atiende, pide al resto que despejen la “sala de operaciones” y se entrega de lleno a la tarea de coser la herida. Ni los asistentes (unos tipos rudos, sin duda preparados para sostener a cualquier paciente) ni los instrumentos transmiten confianza, pero la autoridad del doctor es incuestionable.
-Ser la única opción en kilómetros a la redonda ayuda bastante a hacerse la fama, claro- comenta Ian a Natasha, menos por ser informativo que por distender la presión del momento- Este  médico, Morbid creo que se llama, es el que le enseño a Razlo todo lo que sabe. Cuando él me atendió allá en Arenas Sombreadas, me contó que…
-Te agradezco el intento, Ian, pero la “charla de salón”[1] no es lo tuyo.
-¿Y si te acompaño en silencio?
-Sí… eso ayudaría más.
   Adentro, resumamos una rápida sucesión de imágenes y sonidos: manos que se colocan guantes de goma, que golpean la aguja de una jeringa, que enhebran la aguja de coser, que cosen, cortan un hilo, desenrollan una venda, que estiran una cinta de embalar.
   Afuera, el tiempo pasa más lento que la digestión de una brahmin. Mientras espera, Natasha hace un repaso de los últimos acontecimientos del viaje. Omite los detalles del enfrentamiento unos kilómetros atrás, todavía alterada por la perspectiva de su posible muerte y violación, pero deja constancia de todo lo demás en los archivos de su Pip-boy 2000 (imaginar al Supervisor leyendo con aprobación sus informes completos, le hace sentir el regreso como una realidad posible). Junto a Ian, mide una y otra vez la distancia con El Eje, la megalópolis que el ex guardián de caravanas le indica en un punto cercano del mapa en la pantalla de su computadora de bolsillo. Y, una vez más, cuenta para sí cuantos días les quedan a favor para encontrar el chip y salvar el refugio.
   Cuando ya han pasado varias horas, se abre en la fachada del hospital la puerta que da a la calle (En realidad, la única puerta: recepción, sala de operaciones, de emergencias y terapia intensiva son la misma habitación) y el médico da algo así como una noticia buena y una mala: “la operación fue un éxito, y su amigo se recupera favorablemente: no va a morirse de un lanzazo”. La mala, claro, sería el delicado tema del dinero, aunque suaviza el golpe: “los gastos del hospital pueden pagarlos al despachar al paciente: no va a irse a ningún lado, por ahora”.
   Los honorarios del doctor sumaban unas cuantas chapas que no tienen. Pero Natasha y Ian le agradecen, y convienen en retirar a Albert esa misma noche, pagando entonces hasta la última chapa. Desde luego, no saben aún cómo.
   Por consejo de Ian, reservan habitaciones en el hotel de la ciudad (“La casa del Choque”, o algo así). La de Albert se ve perfecta para una buena recuperación. Es probable que Ian tuviera en mente compartir otra con cama doble.
   Pero Natasha, quizás apercibida de la maniobra, corta de raíz esa esperanza asegurándose que el otro cuarto tenga dos camas, y bien separadas una de la otra. Su confianza en el guía aumentó considerablemente, pero tampoco tanto.
   La recepcionista es una mujer dura, lo cual parece necesario en su negocio: aunque los huéspedes parecen bastante tranquilos, desde los cuartos del fondo llegan ruidos (risas, gritos, algo que se rompe) que hacen pensar que una banda de rock se aloja allí. Los viajeros aprovechan una oferta para quedarse toda la semana, teniendo en cuenta el tiempo de convalecencia de Albert.
  Pero por el momento tienen todo un pueblo lleno de oportunidades. Natasha no se imagina cómo puede haber otra ciudad todavía más extensa que ésta, aunque Ian le asegura que El Eje es “tan grande como este lugar y Arenas Sombreadas juntas, y todavía más”. Pero a pesar de que ésta sea una urbanización mediana, tiene mucho para ofrecer al viajero ambicioso. Quizás incluso lo que están buscando.
   Pero antes que nada, tienen que conseguir esas chapas. Van inmediatamente a la tienda general… desde alimentos hasta armas, todo puede trocarse en la tienda del honesto -aunque severo- Killian Darkwater, dueño de la tienda y alcalde de la ciudad. Cuando llegan a su mostrador, pregunta secamente:
-¿Con quién tengo el gusto?
-Yo soy Natasha, vengo de una Bóveda en el norte.
   Killian frunce el seño
-¿Una bóveda? Y de chica ¿vivías en una caja fuerte? Si esto es una tomada de pelo, te aviso que el buen humor no me sobra…
-Quiero decir, de un refugio. Así le decimos…
   Killian afloja el gesto. Es un hombre aún joven, sobrio pero mal afeitado. De ropa limpia, pero muy gastada. Lo más decente que se puede pedir en un pueblo como ese. Me recuerda de alguna manera al actor que hacía de McGyver.
-Como digas. Disculpá, pero siendo alcalde estoy más acostumbrado a desconfiar de las personas que a hacer amigos. ¿En qué los puedo ayudar?
   Natasha arriesga su pedido sin esperanzas:
-No creo que tengan uno, pero… estoy buscando un chip purificador de agua.
-Ni idea qué sería eso, lo lamento. ¿Algo más?
-Sí, quisiera trocar algo…
-Que bien, porque entonces están en el lugar adecuado.

   Cambiaron por chapas todo aquello de lo que pudieron desprenderse. Dejando en su inventario sólo lo absolutamente necesario, llegan apenas a la suma que debían pagar al Doctor Morbid. Y todavía tenían que afrontar los gastos del hotel y del viaje hasta El Eje. Se estaban ya retirando con lo conseguido en la magra transacción, cuando algo llama la atención de Ian.
   Un nuevo cliente, con rápidas miradas furtivas, se acerca  al  mostrador mientras Killian está distraído, guardando los artículos recién adquiridos. El cliente tiene una mano metida dentro de su abrigo.
   En cámara lenta: Ian, con un brazo, arrastra a Natasha detrás suyo, mientras mete la otra mano en la cintura del pantalón, donde guarda su “Águila del desierto”. Natasha está a punto de quejarse, cuando el cliente recién llegado saca de su abrigo un rifle que llevaba escondido. Seguimos en velocidad normal:

-¡Gizmo te manda recuerdos!- le grita a Killian, quien no llega a sacar su arma a tiempo para defenderse del rifle del desconocido.



[1]En inglés, “smoothtalk”. La película debe haber sido subtitulada en México, pero cada hispanohablante puede traducirla en su cabeza según la forma más adecuada a su región.

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