Al mismo tiempo que el delincuente aprieta
su gatillo, o mejor aún, medio instante antes de que eso suceda, Ian desenfunda
su pistola y abre fuego, reventándole el brazo y logrando que el tiro se desvíe
de su blanco (que, claro, era el alcalde).
El sujeto -masculino, de tez morena, altura
promedio, contextura delgada y unos cuarenta años de edad- recibe
inmediatamente más impactos de bala en torso y cabeza -provenientes de la
pistola personal del alcalde, las escopetas reglamentarias de los agentes que
custodiaban la tienda, la Colt de Natasha y, nuevamente, el “Águila del
desierto” de Ian.
Bajo los insultos del alcalde, que no
olvidará el descuido de sus hombres, los agentes retiran el cuerpo del asesino
fallido. Pero para los viajeros, Killian no tiene más que palabras de agradecimiento.
Ellos le preguntan quién es ese Gizmo.
-Es el que
seguramente está detrás de este atentado. Es dueño del casino del pueblo, y
jefe de todos los asuntos turbios locales.
-¿No van a
liquidarlo ahora, antes de que mande otro asesino?
- Miren,
nosotros tenemos leyes en esta ciudad. Si tuviera pruebas, podría sacarlo a
patadas con el consentimiento de toda la gente, pero no las tengo. Aunque…
ustedes podrían ayudarme a demostrar su culpabilidad.
-No estamos
interesados- responde instantáneamente Ian.
-Sí, sí
estamos- lo contradice Natasha- Al menos, en escuchar la oferta.
El alcalde los pone al tanto de cómo, con lo
que queda de un micrófono y una grabadora oxidada, podrían conseguir una
confesión del dueño del casino. Suena peligroso, claro, pero los viajeros ven
una oportunidad de conseguir dinero para pagar sus deudas. El alcalde Darkwater
deja muy en claro que sabe recompensar un buen servicio.
-Si me hacen
este favor, les doy lo que quieran de la tienda, aunque sea lo más caro.
Los viajeros aceptan, aunque Ian no parece
del todo seguro. Mientras van a ver a su amigo convaleciente en el hospital, la
discusión es inevitable.
-Algo sé de
este tipo, Gizmo. Es un pez muy gordo, en el sentido literal. No creo que
debamos meternos en el medio.
-Necesitamos
muchas chapas que no tenemos. Si sabés de algún otro trabajo, te escucho.
-Podríamos
jugarnos lo que tenemos a todo o nada en el casino…
-Eso es una
enfermedad, ¿sabés?
Cuando llegan al hospital, Albert ya está
despierto. Había tratado de pedir "un espejo, un espejo", pero lo
hicieron callar sin entender la referencia, diciéndole que “esto no es una
peluquería”.
El médico cobra lo suyo, y aprueba unos días
de reposo en el hotel. Los asistentes del doctor, más matones que enfermeros,
ayudan al paciente a levantarse de la camilla, con toda la delicadeza de la que
son capaces. Ian y Natasha lo sostienen hasta llegar a su pieza en el hotel.
Sólo cuando ya está en el cuarto alquilado (la habitación número 1), Albert se
permite hacer preguntas a sus compañeros. Ha visto la cantidad de chapas
abonada, y entiende que ese cuarto no es gratuito. Pide explicaciones, pero
sólo le aclaran que van a hacer un trabajo para el Alcalde, respuesta evasiva
que no lo convence. Quiere saber qué les propuso.
-Nos hizo “una
oferta que no podemos rechazar”- Le responde Natasha, acomodándole las
almohadas. Ian, ignorando los códigos entre los habitantes del refugio, le
indica a Albert que deje de preguntar pavadas y descanse.
En los días siguientes, cada vez que se
encierran en la otra habitación, los “espías” van trazando el plan sobre cómo
van a actuar. Cuando están de acuerdo, comprueban el funcionamiento del
micrófono y la grabadora, y ya no se demoran más: antes de poder arrepentirse,
se dirigen hasta la parte más alejada de la ciudad, con los aparatos bien
ocultos.
…………………………………………………………………………
El casino es una gran construcción de chapas
de zinc, pasando el hotel y antes del único bar de la ciudad. Un cartel
luminoso sobre una plataforma gira indicando la entrada, abierta las
veinticuatro horas del día.
Imaginemos ahora que la puerta se abre y
vemos el interior en plena actividad, en un plano secuencia, como si
estuviéramos ahí.
La visión se mueve entre croupiers que
parecen mendigos, camareras mal vestidas, jugadores que llegan sucios de sus
viajes, y guardias que no se distinguen de los piratas del desierto. La cámara
avanza a través del humo de tabaco rancio, del polvo de los muebles, de la poca
luz artificial de las contadas lámparas y de la natural, que entra por las aún
más escasas ventanas.
El ruido es el de siempre en ese tipo de
ambiente, pero cada sonido tiene un tono más hostil: los tragamonedas oxidados,
las ruletas flojas, las patas desniveladas de las mesas de juego; menos
perceptible, suenan el roce de los naipes grasosos y el caer de los dados
cascados. Y encima de todo, las risas, silbidos, insultos, eructos, aplausos,
toses, estornudos y murmullos de la concurrencia.
Natasha analiza el entorno, sorprendida de
que la gente perdiera el tiempo –y el dinero- en las máquinas tragamonedas y
las ruletas… como si no hubiera toda una civilización que reconstruir
alrededor. Pero, por otra parte, la distracción parecía indispensable en una
realidad tan poco motivadora como la de las Tierras Baldías. Recuerda que en el
refugio no faltaron casos de habitantes adictos a los juegos de azar; un primo
de su propia familia había tenido problemas con el Supervisor, al organizar
apuestas por raciones de comida. Sin detenerse mucho en esos pensamientos, llega
delante de un par de guardias, a quienes pregunta por la oficina del jefe. Era
el último cuarto del lugar. Ian, poniendo cara de tipo duro, le recuerda lo que
le advirtiera en el hotel:
-Mejor dejá
que hable yo, para este tipo de charlas sí soy bueno.
Entraron sin golpear.
El gordo detrás del escritorio era realmente
gordo. También es calvo, su corbata está apenas deshilachada y el chaleco más o
menos limpio. No parece en sí desagradable, pero cuando empieza a hablar (grita
un par de frases como “qué significa
esto” y esas cosas) se agita, escupe, y las papadas se le sacuden, lo cual no
es grato de ver. El hombre al lado suyo, un matón imponente, se endereza,
automáticamente alerta.
-Estamos acá
para hablar de tu intento fallido de matar a Killian- Suelta Ian, sin más
preámbulo.
-Bueno,
bueno- Gizmo entrecierra los ojos y se aclara la garganta, pensando sus
palabras- no voy a tolerar que dos extraños entren corriendo a mi oficina para
acusarme de nada.
Natasha ve cómo el guardaespaldas se ajusta
unos nudillos metálicos en la mano, y el obeso mueve sus dedos carnosos hacia
el cajón del escritorio que tiene más cerca. Ian se demora un instante en
pensar las palabras justas, y nunca llega a encontrarlas.
-Ahí es donde
te equivocás- arriesga Natasha, adelantándose en tono cómplice- No venimos a
acusarte, venimos a ayudarte…
Gizmo se ríe, tosiendo y escupiendo más
saliva.
-Ja, ella
dice que me va a ayudar, qué simpática, ni sabe de lo que está hablando- Ian no
vuelve a intervenir en el diálogo, y Natasha se afianza más en su actitud.
-Estoy
hablando de una bala en la cabeza o un cuchillo en la espalda del alcalde.
Ahora el mafioso está más impresionado que
divertido. Empieza a evaluar a los recién llegados con ojos de buen
comerciante, sabiendo que: A) dos desconocidos serían difícilmente asociados a
él si el atentado tiene éxito, y B) será más fácil deshacerse de ellos si la
cosa fracasa. O a la inversa. Les ofrece mil chapas si logran matar a Killian,
ni una más ni una menos.
-No nos
alcanza- responde Natasha, ante la mirada fulminante de Ian- Cuando lo matemos,
tu negocio va a crecer tanto como quieras, sin la molestia de las leyes de
Killian… bien que podés pagar algunas chapas más.
El dueño del casino se ríe más fuerte. Sabe
que tienen razón, por sacarse al alcalde de la espalda puede darse el lujo de
pagarles el doble. Ofrece mil quinientas. Pero les advierte: “Ni piensen en
traicionarme: NADIE traiciona a Gizmo”.
Cuando salen del casino, Natasha está
temblando. Me gusta pensar que Ian también está perturbado, pero no lo va a
demostrar delante de nadie.
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