CAPÍTULO 12: “El hombre detrás del escritorio”


   Al mismo tiempo que el delincuente aprieta su gatillo, o mejor aún, medio instante antes de que eso suceda, Ian desenfunda su pistola y abre fuego, reventándole el brazo y logrando que el tiro se desvíe de su blanco (que, claro, era el alcalde).
  El sujeto -masculino, de tez morena, altura promedio, contextura delgada y unos cuarenta años de edad- recibe inmediatamente más impactos de bala en torso y cabeza -provenientes de la pistola personal del alcalde, las escopetas reglamentarias de los agentes que custodiaban la tienda, la Colt de Natasha y, nuevamente, el “Águila del desierto” de Ian.
   Bajo los insultos del alcalde, que no olvidará el descuido de sus hombres, los agentes retiran el cuerpo del asesino fallido. Pero para los viajeros, Killian no tiene más que palabras de agradecimiento. Ellos le preguntan quién es ese Gizmo.
-Es el que seguramente está detrás de este atentado. Es dueño del casino del pueblo, y jefe de todos los asuntos turbios locales.
-¿No van a liquidarlo ahora, antes de que mande otro asesino?
- Miren, nosotros tenemos leyes en esta ciudad. Si tuviera pruebas, podría sacarlo a patadas con el consentimiento de toda la gente, pero no las tengo. Aunque… ustedes podrían ayudarme a demostrar su culpabilidad.
-No estamos interesados- responde instantáneamente Ian.
-Sí, sí estamos- lo contradice Natasha- Al menos, en escuchar la oferta.
   El alcalde los pone al tanto de cómo, con lo que queda de un micrófono y una grabadora oxidada, podrían conseguir una confesión del dueño del casino. Suena peligroso, claro, pero los viajeros ven una oportunidad de conseguir dinero para pagar sus deudas. El alcalde Darkwater deja muy en claro que sabe recompensar un buen servicio.
-Si me hacen este favor, les doy lo que quieran de la tienda, aunque sea lo más caro.
  Los viajeros aceptan, aunque Ian no parece del todo seguro. Mientras van a ver a su amigo convaleciente en el hospital, la discusión es inevitable.
-Algo sé de este tipo, Gizmo. Es un pez muy gordo, en el sentido literal. No creo que debamos meternos en el medio.
-Necesitamos muchas chapas que no tenemos. Si sabés de algún otro trabajo, te escucho.
-Podríamos jugarnos lo que tenemos a todo o nada en el casino…
-Eso es una enfermedad, ¿sabés?

   Cuando llegan al hospital, Albert ya está despierto. Había tratado de pedir "un espejo, un espejo", pero lo hicieron callar sin entender la referencia, diciéndole que “esto no es una peluquería”.
   El médico cobra lo suyo, y aprueba unos días de reposo en el hotel. Los asistentes del doctor, más matones que enfermeros, ayudan al paciente a levantarse de la camilla, con toda la delicadeza de la que son capaces. Ian y Natasha lo sostienen hasta llegar a su pieza en el hotel. Sólo cuando ya está en el cuarto alquilado (la habitación número 1), Albert se permite hacer preguntas a sus compañeros. Ha visto la cantidad de chapas abonada, y entiende que ese cuarto no es gratuito. Pide explicaciones, pero sólo le aclaran que van a hacer un trabajo para el Alcalde, respuesta evasiva que no lo convence. Quiere saber qué les propuso.
-Nos hizo “una oferta que no podemos rechazar”- Le responde Natasha, acomodándole las almohadas. Ian, ignorando los códigos entre los habitantes del refugio, le indica a Albert que deje de preguntar pavadas y descanse.
  En los días siguientes, cada vez que se encierran en la otra habitación, los “espías” van trazando el plan sobre cómo van a actuar. Cuando están de acuerdo, comprueban el funcionamiento del micrófono y la grabadora, y ya no se demoran más: antes de poder arrepentirse, se dirigen hasta la parte más alejada de la ciudad, con los aparatos bien ocultos.

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   El casino es una gran construcción de chapas de zinc, pasando el hotel y antes del único bar de la ciudad. Un cartel luminoso sobre una plataforma gira indicando la entrada, abierta las veinticuatro horas del día.
   Imaginemos ahora que la puerta se abre y vemos el interior en plena actividad, en un plano secuencia, como si estuviéramos ahí.
   La visión se mueve entre croupiers que parecen mendigos, camareras mal vestidas, jugadores que llegan sucios de sus viajes, y guardias que no se distinguen de los piratas del desierto. La cámara avanza a través del humo de tabaco rancio, del polvo de los muebles, de la poca luz artificial de las contadas lámparas y de la natural, que entra por las aún más escasas ventanas.
   El ruido es el de siempre en ese tipo de ambiente, pero cada sonido tiene un tono más hostil: los tragamonedas oxidados, las ruletas flojas, las patas desniveladas de las mesas de juego; menos perceptible, suenan el roce de los naipes grasosos y el caer de los dados cascados. Y encima de todo, las risas, silbidos, insultos, eructos, aplausos, toses, estornudos y murmullos de la concurrencia.
   Natasha analiza el entorno, sorprendida de que la gente perdiera el tiempo –y el dinero- en las máquinas tragamonedas y las ruletas… como si no hubiera toda una civilización que reconstruir alrededor. Pero, por otra parte, la distracción parecía indispensable en una realidad tan poco motivadora como la de las Tierras Baldías. Recuerda que en el refugio no faltaron casos de habitantes adictos a los juegos de azar; un primo de su propia familia había tenido problemas con el Supervisor, al organizar apuestas por raciones de comida. Sin detenerse mucho en esos pensamientos, llega delante de un par de guardias, a quienes pregunta por la oficina del jefe. Era el último cuarto del lugar. Ian, poniendo cara de tipo duro, le recuerda lo que le advirtiera en el hotel:
-Mejor dejá que hable yo, para este tipo de charlas sí soy bueno.
   Entraron sin golpear.
   El gordo detrás del escritorio era realmente gordo. También es calvo, su corbata está apenas deshilachada y el chaleco más o menos limpio. No parece en sí desagradable, pero cuando empieza a hablar (grita un par de frases  como “qué significa esto” y esas cosas) se agita, escupe, y las papadas se le sacuden, lo cual no es grato de ver. El hombre al lado suyo, un matón imponente, se endereza, automáticamente alerta.
-Estamos acá para hablar de tu intento fallido de matar a Killian- Suelta Ian, sin más preámbulo.
-Bueno, bueno- Gizmo entrecierra los ojos y se aclara la garganta, pensando sus palabras- no voy a tolerar que dos extraños entren corriendo a mi oficina para acusarme de nada.
   Natasha ve cómo el guardaespaldas se ajusta unos nudillos metálicos en la mano, y el obeso mueve sus dedos carnosos hacia el cajón del escritorio que tiene más cerca. Ian se demora un instante en pensar las palabras justas, y nunca llega a encontrarlas.
-Ahí es donde te equivocás- arriesga Natasha, adelantándose en tono cómplice- No venimos a acusarte, venimos a ayudarte…
   Gizmo se ríe, tosiendo y escupiendo más saliva.
-Ja, ella dice que me va a ayudar, qué simpática, ni sabe de lo que está hablando- Ian no vuelve a intervenir en el diálogo, y Natasha se afianza más en su actitud.
-Estoy hablando de una bala en la cabeza o un cuchillo en la espalda del alcalde.
   Ahora el mafioso está más impresionado que divertido. Empieza a evaluar a los recién llegados con ojos de buen comerciante, sabiendo que: A) dos desconocidos serían difícilmente asociados a él si el atentado tiene éxito, y B) será más fácil deshacerse de ellos si la cosa fracasa. O a la inversa. Les ofrece mil chapas si logran matar a Killian, ni una más ni una menos.
-No nos alcanza- responde Natasha, ante la mirada fulminante de Ian- Cuando lo matemos, tu negocio va a crecer tanto como quieras, sin la molestia de las leyes de Killian… bien que podés pagar algunas chapas más.
 El dueño del casino se ríe más fuerte. Sabe que tienen razón, por sacarse al alcalde de la espalda puede darse el lujo de pagarles el doble. Ofrece mil quinientas. Pero les advierte: “Ni piensen en traicionarme: NADIE traiciona a Gizmo”.

   Cuando salen del casino, Natasha está temblando. Me gusta pensar que Ian también está perturbado, pero no lo va a demostrar delante de nadie.

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