Sin que se dieran cuenta, se encontraron de
pronto sobre lo que quedaba de una ruta de asfalto, rodeados de numerosos carros que la recorrían
en ambos sentidos: la ruta de acceso a la ciudad más grande de las Tierras
Baldías. Los carros (confeccionados con antiguos automóviles, adaptados para que
una o dos brahmins pudieran arrastrarlos) hacían fila para entrar o salir de la
ciudad, cargados con mercancías de cualquier tipo. Pero sobre todo llevaban
agua: el artículo que encabezaba todas las listas de pedidos.
Los muros de El Eje, apenas unas chapas de
zinc sostenidas con vigas de madera, eran menos imponentes que los de la ciudad
anterior, e incluso que los de Arenas Sombreadas. Es que la defensa del lugar
descansaba sobre un verdadero cuerpo de policías, con el mejor equipamiento que
las chapas pueden comprar (corazas, cascos y fusiles de nivel militar). El
sistema funcionaba muy bien para alejar cualquier amenaza externa conocida,
aunque, como los viajeros se enterarían más tarde, los peligros internos no
eran menores.
La policía revisaba cada cargamento entrante,
y realizaba un pequeño interrogatorio a los viajeros cuyas caras no reconocían.
El delegado del alguacil se abrió paso entre sus hombres para recibir al grupo,
que claramente no llegaba con las caravanas de costumbre.
Para ahorrar trámites, Ian se presentó como
si fuera el hijo pródigo que vuelve al hogar, saludando aún a quienes lo
miraban con un claro desconocimiento, y exagerando su alegría al recordar
alguna cara importante, en especial la del delegado Fry. A él lo presentó al
grupo como “la mano derecha del Alguacil Greene, el segundo hombre más justo de
la ciudad”. El delegado no demostró mayor agradecimiento por el cumplido, y
apenas les dio un par de avisos de rutina antes de seguir con su trabajo. Ian
notó a los policías algo más insistentes en sus averiguaciones y, al igual que
los mercaderes del camino, preocupados por alguna amenaza que no alcanzaban a
definir.
Adentrándose un par de kilómetros[1],
dejaron atrás las primeras casas ruinosas, las pocas huertas y algunos corrales
de brahmins para distinguir un conjunto de edificios que se mantenían
considerablemente en pie: construcciones de cimientos firmes, que sobrevivieron
a la Gran Guerra con apenas algunos agujeros en las ventanas y los techos.
Aunque sucias y desarregladas, sus puertas talladas y molduras ornamentadas
daban testimonio del esplendor de los días pasados, luciendo una versión
austera del típico estilo “nouveau art decó” que floreciera a mediados del
siglo XXI.
Ian les hizo un repaso general de los
lugares que debían recorrer: la tienda general, “mucho más equipada que la de
Killian”, La armería de Beth, “no porque ella fuera a tener un chip allí, sino
porque era la mejor para los chismes” les decía mientras iba reconociendo los
lugares cercanos. La librería era según él una pérdida de tiempo en cualquier
circunstancia. Y, si realmente no encontraban nada en esos locales, cruzando la
calle estaba la compañía de caravanas FarGo.
“El director es un cabeza de ladrillo, si
entienden lo que quiero decir” les comentó golpeándose la frente con el puño,
“Pero, según dicen, llevan y traen desde polvo hasta virutas de metal. Balas,
comida, agua, neumáticos: si algo podía ser arrastrado por una brahmin, ellos
lo ponen en una caravana y lo mandan donde lo pidan”.
Si la búsqueda del chip fallaba, quizás esa
compañía pudieran llevar agua al refugio… según Ian no eran los mejores en el
rubro, pero la otra opción eran los desalmados Mercaderes de Agua. Sus oficinas
quedaban en la zona sur. Ian señaló vagamente hacia ese lado…
- ¿Y qué hay
en esa otra parte?- Le preguntó Albert, indicando un conjunto de calles menos
iluminadas que las que venían recorriendo.
-Esa es la
Ciudad Vieja. De verdad, no se metan ahí. Ese punto de El Eje no es para
turistas; dicen que el Círculo de Ladrones está por ahí en alguna parte, y
aparte de algunos criminales sueltos, también algunos mutantes se esconden ahí.
-Enterados-
asintió Albert- “Todo lo que toca la luz es nuestro reino, menos ese pequeño
punto oscuro al que no debemos ir”.
Natasha los apuró:
-Ahora
recorramos los comercios, lo más rápido posible…
El centro se les ofreció en la plenitud de
sus actividades: al atardecer, cuando los negocios a punto de cerrar
concretaban las últimas compras de la jornada, atestados de clientes que
aprovechaban las ofertas del día. Se diferenciaba a la vista quienes estaban ya
asentados desde hace tiempo en esa ciudad privilegiada: decenas de personas con
una apariencia más saludable de la que vieran en cualquier otro lugar de las
Tierras Baldías, tan preocupados por su aspecto y sus modales como lo permitía
la urbanidad reinante. Pero aun así era gente vacía, ocupada (si no ya en
sobrevivir) en conseguir la mejor porción de los restos y despojos en los que
se había convertido la civilización humana.
Los locales nocturnos, por otra parte,
comenzaban su jornada de juego y alcohol: dominando la calle principal, se
alzaba el “Halcón Maltés”, el casino-bar-hotel más grande de la ciudad. Ian
casi se arrodilla frente a él, como si fuera un peregrino que ha alcanzado la
tierra prometida. “Ahora sí, éste es EL lugar para pasar un buen rato”.
Incomparable con el casino de Gizmo, el “Halcón Maltés” ofrecía a los
habitantes y viajeros no sólo tragamonedas y ruletas: “hay música, tragos y
buenas compañías”, pregonaba Ian tratando de convencerlos de entrar. Alrededor
de las luces de neón del Halcón Maltés, El Eje se iba oscureciendo. No había
mucho tiempo para recorrerlo.
-Te podés
quedar acá, si querés- Le dijeron- Podemos separarnos por un rato.
- Bueno, ya
que insisten…- agradeció Ian. Los saludó con un pie ya metido en el club
nocturno- ¡Nos vemos por ahí!
[1]En la película se habla de millas, pulgadas, y
esos sistemas que los latinos no manejamos bien. A riesgo de perder exactitud,
todas las medidas y distancias se pasaron como fue posible al sistema métrico
decimal.
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