Sin demora, Albert y Natasha (seguidos por
Albóndiga) comenzaron el recorrido decisivo por los negocios del centro. Albert
canturrea: “Maybe you know some little places to go/to where they neverclose…
downtown”[1] mientras esperan en la fila de la tienda general, ansiosos y
esperanzados por la posibilidad de terminar su búsqueda en alguno de esos
comercios.
Un enano amigable los atendió sin mucha
demora. Escuchó con atención la descripción del chip, asintió varias veces,
preguntó detalles técnicos, incluso revisó algunas cajas: sacó una vieja pieza
tecnológica detrás de otra, colocando en
el mostrador objetos cada vez más raros, para ser rechazadas siempre por los
viajeros. Incluso repasó simbólicamente su inventario… pero sin dudas supo
desde el principio que no tenía nada parecido a lo que le pedían. Sus
recomendación final fue ir con los Mercaderes de Agua, en otra parte de la
ciudad.
Los otros locales alrededor eran: una casa
de préstamos, la armería (que de momento no les era útil) y la librería,
comercio inusual para la época. Albert le recordó a Natasha que Ian la había
descartado de la lista de lugares útiles.
-Es
justamente por eso que deberíamos ir- sostuvo ella.
E hicieron bien. Allí tuvieron un poco de
suerte (o quizás mucha, aunque no podían apreciarla todavía). La mujer que los
recibió repasa mentalmente sus volúmenes mientras lanza miradas de desconfianza
a Albóndiga, que olisquea los estantes. Se esfuerza en recordar algo
relacionado al pedido de los viajeros.
Luego de unos momentos, sonríe y se dirige
con seguridad a uno de los archiveros. Un dato curioso, que podría considerarse
inútil a primera vista, la guio a través de los libros y otras antigüedades.
“Sabía que tenía algo de información sobre
la tecnología de Vault-tec” les comenta, triunfante, mientras pone sobre una
mesa un gastado holodisco. “Estos cuadrados de plástico y metal fueron la
manera más cómoda de almacenar y transportar información en la época de la gran
guerra, y todavía pueden leerse con cualquier Pip-boy”. La librera señala los
que llevan en sus muñecas los habitantes del refugio. “Qué bueno que tengan de
esas computadoras portátiles: ni bien las vi me pareció que con ellas podrían
abrir estos archivos sin problemas”.
Claro que no les iba a dejar barato el
artefacto. Nada barato. Negociando, consiguieron rebajar el artículo a
quinientas chapas. Más tarde Ian, cuando se enterara de la compra, se reirá
asegurando que la librera los había estafado con un pedazo de chatarra
sobrevalorada (la cifra, según él, era exagerada para cualquier cosa que no
disparara). Pero la información siempre es un bien caro, y Albert y Natasha
estaban desesperados.
Compraron el holodisco, para comprobar de
inmediato que su contenido se resumía a una descripción bastante breve sobre
los refugios de Vault-tec en el área. Leyeron emocionados sobre su propio
hogar, la Bóveda 13, “enterrado en la zona montañosa de la región”. Se hablaba
también de las propiedades sísmicas del terreno que rodeaba a la Bóveda 15, lo
cual, según sabían ellos por la gente de Arenas Sombreadas, había sido
finalmente su perdición. Pero por último, enigmático, el holodisco hablaba
además de una Bóveda 12, ignorada por ellos. Por todo dato sobre su ubicación,
apenas se aclaraba que yacía “al sur de las otras dos”. La idea de una Bóveda
aún cerrada, oculta en algún lugar de las Tierras Baldías con un chip de agua
funcionando, comenzó a obsesionarlos desde entonces.
Uno a uno, los comercios iban cerrando. El
último que vieron abierto era un humilde puesto de comidas rápidas, atendido
por su propio dueño: “Iguanas de Bob” o algo parecido. Ofrecía su reducido menú
de lagartos en una estaca o brochetas de diferentes carnes indefinidas. Se
detuvieron a comer un par, alimentando también a su mascota que, desesperada,
rascaba el mostrador con una garra.
Frente al puesto, mientras tragaban sus
iguanas fritas (la brocheta de carne variada no les generaba confianza) los
últimos rayos del sol iluminaron una tabla llena de papeles, que oficiaba como
boletín de avisos públicos. Ya casi no había luz, pero podía leerse con
facilidad el más grande: “¿BUSCA TRABAJO? Compañía de viajes FarGo precisa
personas con aptitud física y mental para guardias de caravanas -se requiere
traer su propia arma”. Pegado encima, otro aviso más pequeño de la misma
compañía solicitaba “con urgencia” cualquier dato sobre las “caravanas
desaparecidas”, o voluntarios para la investigación. El precio de la recompensa
ya se había tachado y reescrito varias veces, con cifras cada vez más altas…
Apenas a una calle de distancia, otro cartel sobre una puerta anunciaba las
oficinas de la agencia FarGo (que, según Ian, dirigía un hombre con “cabeza de
ladrillo”). No se veía actividad a esas horas.
Menos vistoso que los anteriores, había
también en la tabla un aviso de los Mercaderes de Agua. Los viajeros lo
iluminaron con sus pip-boy (con la luz verdosa de las pantallas: el modelo “dos
mil” no se había fabricado con linterna) y llegaron a leer algunos de los
términos de sus condiciones laborales. Se entendía que esa empresa era la menos
generosa. Pero sin haber conseguido su chip en el centro comercial, ésa carta
debería ser la próxima en ser jugada.
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