CAPÍTULO 23: “Harold”

   Pero la entrevista con los Mercaderes de Agua, su último recurso para abastecer al refugio, debería quedar para el día siguiente: la noche ya se había adueñado de las calles, y la torre de agua se levantaba lejos del centro, pasando por el medio de la ciudad hasta una región apartada, bien al sur. Aun de día les hubiera costaba ubicarse. Y Ian no estaba con ellos.
   Los comercios estaban completamente cerrados, y la gente rara era la única que se veía dando vueltas. Un hombrecito calvo y huesudo (“cuantos pelados”, pensó Natasha fugazmente: en el refugio había muy pocos, y ninguno en su familia. “Quizás por la leve radiación de las Tierras baldías…”) los seguía chistándolos para que se acerquen. Alejándose de él, dieron un rodeo para llegar al Halcón Maltés. Albert estaba seguro de su sentido de la ubicación, pero lo cierto es que dieron vuelta en una esquina equivocada. Cuando ya era tarde para volver, se dieron cuenta que habían tomado las calles de la Ciudad Vieja.
   Natasha desconfía de la orientación de su compañero, pero al preguntarle si sabe dónde van, él  contesta oblicuamente.
-“En el medio del camino de la vida, me encontré por una selva oscura, pues la correcta vía era perdida…”
-Al menos, no hay fieras en esta “selva”…
   No es tan cierto. Las calles no estan libres de hostilidad: personas idas, quizás drogadas, los miran desde los rincones. Algún hombre hambriento revisa un montón de basura. Mujeres semidesnudas, evidentemente prostitutas, se pasean por las esquinas. Los policías, haciendo un mero acto de presencia, se habían amontonado en la entrada del barrio sin mirar mucho hacia el interior.   
   Botellazos, gritos perdidos, risas desquiciadas, se filtran por las ventanas de las casas, muchas de las cuales son apenas galpones de chapa.
   De repente, un hombre que balbucea frases incoherentes se les acerca demasiado.
-¡Juguemos a la guerra mundial, termo-nuclear!- les grita al oído. Espantados, tantean la primera puerta que tiene a mano y se meten adentro de una casa que se ve abandonada. Enseguida descubren que no lo está. Oímos entonces acordes de suspenso.
   Detrás de una caja, encorvado en la penumbra, alguien de voz cascada les suelta, entre toses, una súplica.
-Jóvenes, ¿No tendrán unas chapas sueltas para un pobre mutante?
   Albert ahogó un grito. Natasha agarró instintivamente el arma. Pero no era más que eso: un pobre, viejo, enfermo y débil mutante pidiendo limosna.
-Aquí hay unas chapas si te vienen bien- le responde Albert, soltándole algunas en las manos huesudas. Natasha, inconscientemente, esconde las suyas detrás de la espalda.
   Tenía un solo ojo abierto, vidrioso y amarillo. Quizás el otro era apenas una cuenca vacía. La piel, ahora verde, se había quemado y retorcido hasta dejar a la vista pedazos de carne y de hueso. Un pastizal de pelo amarillento le quedaba, erizado, en la tapa del cráneo, que quizás fuera realmente pasto que había germinado en la cabeza descarnada. Y era viejo, muy viejo (aunque ellos aún no supieran cuánto, y francamente él mismo no lo sabía con certeza).

   El mutante les agradeció humildemente, no sólo por las chapas, sino por el hecho de que se las ofrecieron en las manos: en general, si alguno de los habitantes de El Eje le daba algo, como mucho se lo arrojaban desde lo más lejos posible. Si bien luego de la limosna Natasha propuso buscar cuanto antes el camino de regreso hasta el Halcón Maltés, Albert estaba demasiado entusiasmado con el encuentro y quería aprovecharlo al máximo. Le pidió que les cuente su historia. Y a pesar de que Natasha sugirió la versión corta, el viejo mutante, una vez que podía hacerlo, se tomó todo el tiempo que quiso para contarla. Se presentó como Harold, y su historia fue más o menos la siguiente:

CAPÍTULO 24: “Racconto de una expedición en los nuevos primeros días"

   La cara despellejada de Harold va ganando toda la imagen, que se funde con otras de los primeros bombardeos de la Gran Guerra.
   “Bueno, todavía me acuerdo el ruido de las sirenas antibombas. Yo era chico, pero no tanto como para olvidar los hongos a lo lejos, y la gente corriendo hacia los refugios. Mi Bóveda quedaba… en… la verdad, eso no lo recuerdo. Después vinieron los largos años bajo tierra”.
   ¿Podemos visualizar un cambio radical en la imagen? Porque La cara de Harold se convierte en otra: joven, perfectamente humana… y de dibujo animado: todo el fragmento siguiente, que narra la voz del viejo mutante, puede imaginarse ilustrada a la manera de las antiguas historietas de ciencia ficción, quizás las de Frank Frazetta, y coloreada con tonos saturados y brillantes (quien tenga menos imaginación, trate de pensar en tonos sepia, o incluso en blanco y negro). Vemos al personaje recorriendo el desierto con el traje de las bóvedas; con su pelo rubio y cara redondeada, se ve como una versión realista del muñeco que tiene de amuleto Albert, esa caricatura del habitante de los búnker de Vault-Tec:
   “Cuando dejamos el refugio, no tardé en organizar una buena red de comercio entre los supervivientes. Toda buena gente, la de esos días. Hasta que unos cuantos bichos empezaron a atacarnos. Animales mutantes, quiero decir, verdaderos monstruos que nadie sabía de dónde salían, pero nos tenían a todos preocupados.
   Entonces tuve una larga charla con el doctor Richard Grey. Cuando él llegó a El Eje, lo tomamos al principio como un simple médico, pero no tardé en ver que el hombre era un genio, un científico que entendía mucho mejor que nosotros este nuevo mundo que nos rodeaba. Un visionario.
   Con él y muchos más, montamos una expedición para encontrar el origen de esos monstruos. El buen Richard estaba convencido que debían salir de algún lugar al norte, o quizás el oeste, así que cruzamos el desierto con lo que pensamos que era un grupo suficientemente armado para acabar con ellos. Nos equivocamos. ¡No estábamos en absoluto preparados para lo que íbamos a encontrar!
   Más tarde o más temprano llegamos a algo así como un gran edificio del ejército. Estaba abierto y desprotegido, así que pudimos entrar sin que nada nos detenga. Lo difícil, claro, fue salir.
   El bueno de Richard decía que algo debía haber ahí que cambiaba a los animales en los monstruos que poblaban la zona… en todo caso, nunca llegó a elaborar una teoría al respecto: en uno de los primeros niveles, nos atacaron unos robots de seguridad, que se activaron de alguna maner: unos aparatos con cabezotas de pecera que nos disparaban y nos atrapaban con sus brazos como tentáculos…  cuando pudimos escapar hacia los pisos principales, sólo quedábamos cuatro de nosotros. Richard y yo descubrimos unos enormes tanques llenos de ácido o alguna cosa tóxica; el último recuerdo que tengo del buen doctor es cayéndose a uno de esos tanques, empujado por uno de los robots cabezones. Nunca volví a verlo… espero que no haya tenido una muerte muy horrible.
   Los otros dos… ¡honestamente, no me acuerdo! Las alarmas estaban sonando fuera de control, y yo corrí hacia afuera sin mirar atrás. Los disparos se dejaron de escuchar en algún momento, y yo me sentía muy, muy mareado. Eventualmente me desmayé, y cuando desperté estaba afuera de esas instalaciones del ejército”.

-Momento, momento-Interrumpe de golpe Albert, y la escena vuelve abruptamente al oscuro cuartucho del presente. Él y Natasha ya están muy acomodados en el montón de cajas, siguiendo la historia- ¿Y cómo sobreviviste a todos esos peligros?
-No lo hice. ¡Já!- se ríe Harold, y se atraganta con un ataque de tos- Me encanta ese chiste… la cuestión es que al emprender el regreso, solo e indefenso, ya empezaba a notar los cambios. Lo que hubiera allí, me transformó para siempre en lo que ven…  
-¿Podrá ser un efecto de la radiación?- Arriesgó Natasha, tratando de demostrar algo de interés en el relato.
-¿Cómo voy a saberlo? Richard sí que tendría una respuesta, ese tipo era un genio.
-¿Y no se supo nada más de él?
- ¿¡No les dije que jamás-lo-volví-a-ver!? Pongamos un poco de atención: no, ni a él ni a ningún otro de la expedición. Pensé en regresar alguna vez, pero ya al llegar de nuevo a El Eje, estaba muy cambiado, tan débil… y mis viejos amigos me rehuían. No los culpo, no soy la belleza que solía ser.
- Harold, ¿Esos Necrófagos de los que hablan, son así como vos?- preguntó Albert, tratando de no sonar hiriente.
- Necrófagos, Espectros… pónganle como quieran. Somos, en definitiva, mutantes. Pero la mayoría de la gente por aquí no se detiene a tratarnos con tanta amabilidad.
-Gracias por la historia, Harold.
-¡Gracias a ustedes por dejarme contarla!
   Albert le da unas chapas más y consigue las indicaciones para volver al centro. Natasha se incorpora con claras intenciones de mostrar que se iban sin demora. Llama a albóndiga y se despide. Antes de salir por la puerta, se sobrepone al asco y se vuelve para mirar a la cara al viejo mutante.
-¿Y se supone que esa era la versión corta?
-¡Lo fue para mí!- responde Harold, sacudiéndose la mandíbula desdentada con la risa.
   Cuando ya están afuera, todavía se lo escucha reírse y canturrear. No mucho después encuentran finalmente las calles del centro.

CAPÍTULO 25: “The underworld”

   Las luces de neón del Halcón maltés se extendían sobre los restos de asfalto en la avenida principal, seduciendo a los viajeros a entrar. La noche estaba avanzadísima, pero no tenían sueño. La sugerencia de Ian de pasar el rato allí se convertía en una idea razonable...
   Lo encontraron ya entonado en la barra del bar, festejando su regreso a la gran ciudad, y lo invitaron a volver a agruparse en una mesa apartada.
-Perfecto, encantado de volver a la acción- dijo dejándose caer en una silla mientras le giñaba un ojo a Natasha.
   Pidieron algo para tomar, lo cual fue muy necesario para ayudarse a digerir la cena de iguana, que desde hace horas tenían atravesada en la garganta. Albert ordenó un poco de agua, y le trajeron un líquido bastante parecido (Albóndiga lo rechazó cuando le dieron un poco) Natasha, desconfiando de la bebida de Albert, prefirió una botella de cerveza, que resultó aceptable. Ian siguió pidiendo “el alcohol más fuerte que tuvieran”, lo cual probablemente fuera el trago más sano de los tres.
   El Halcón Maltés era un lugar amplio y ruidoso, óptimo para hablar sin ser escuchado. Varios grupos de personas estaban sentados más o menos cómodos, sin que nadie los moleste. Algunos de esos grupos eran en especial oscuros, peligrosos pero de una manera menos obvia que los pandilleros de Pueblochatarra o los piratas del desierto.
   Ya instalados, ponen a Ian al tanto de su recorrido, pero sin explayarse mucho, especialmente en el detalle de la desorientación (ya bastante se burló cuando le contaron su trueque en la biblioteca). Mientras beben, repasan la cuenta de los días que les quedan por delante para salvar a los otros habitantes del refugio de una horrible muerte por deshidratación. También, por recomendación de Ian, hacen un recuento de su inventario, estipulando cuántas chapas tenían y qué cosas podían trocar para conseguir más: si los mercaderes de agua podían ayudarlos, se imaginaban que sería una ayuda cara.
     Concentrados en esa operación, no perciben de inmediato la mirada de un hombre rudo que los observa desde su puesto junto a una puerta. Cuando Natasha finalmente lo nota, codea a sus compañeros para indicárselo. Ian, al reconocer al curioso, se muestra visiblemente perturbado.
-No hagan contacto visual con ese tipo -les dice por lo bajo, sin dar mayores explicaciones.
   Pero fue inútil. Ninguno de los dos pudo dejar de echar rápidas miradas hacia ese rincón. Cuando el extraño se aseguró que lo habían visto, les indica por gestos que se acerquen. Entonces Ian se rinde, y les dice que lo mejor era acercarse. Cambia su gesto de preocupación a una sonrisa forzada y se levanta, seguido de los habitantes del refugio.
-Yo sé quiénes son ustedes- suelta el matón sin mucho protocolo- Son los que lo bajaron a Gizmo. Killian les debe haber pagado una fortuna por hacerle ese trabajo… al Jefe no le gustaría saber que van a hacer lo mismo por acá, para el bando equivocado.
   El tono de amenaza era evidente, y Natasha y Albert intentan excusarse. Entonces el matón insiste, invitándolos a seguirlo: “el Jefe seguro ya tiene algo en lo que podrían ser útiles”. Ian, que sin duda sabe bastante bien quién es ese “jefe” al que el otro se refiere, les indica por lo bajo que era preferible aceptar la invitación por las buenas.
   El matón los conduce hasta una habitación retirada, en los sótanos del club nocturno, donde poco tiempo después conocieron al amo del bajo mundo.
   Se llamaba Decker, y era un hombre sombrío, de rasgos firmes y voz calmada, pero intimidante. Se me hizo parecido a Kurt Russel, pero sin nada de simpático.
  Lejos de la caricatura de mafioso que era Gizmo, este criminal se mostraba frío y calculador, casi amable, aunque justamente por eso más amenazante. Gobernaba el hampa del mayor centro de comercio desde sus oficinas inaccesibles, rodeado de matones profesionales.
   Ostentando sus buenos modales, se presenta mostrándose sorprendido de la "fama que los precede", y pregunta los nombres de sus “invitados”.

-Las formalidades han concluido- determina una vez que los sabe- Mi asistente me dice que lo han impresionado bien, y que no debería dejar de encargarles cierto trabajo que tengo pendiente.
   Los pone sobre aviso de “cierto mercader” que entorpece su poder en la ciudad, y que debía ser eliminado. Él, su mujer y sus guardias. Todo por un buen precio, desde luego.
   Albert y Natasha intercambian miradas nerviosas. Nunca hubieran creído ganarse una reputación de asesinos a sueldo. Ian, nervioso también aunque no podría decir de verdad cuánto, evaluaba las posibilidades de aceptar la oferta para luego volver a borrarse de la ciudad sin dejar rastros.
   Albert decide tomar la palabra. Carraspea aclarándose la voz y, tratando de sonar relajado, explica que ellos sólo están de paso por El Eje. Que tienen otros intereses en la ciudad. Pero Decker se muestra gravemente decepcionado ante la perspectiva de rechazo. Natasha, tomando la actitud que funcionara con Gizmo en su momento, hace las preguntas comunes del oficio. Cuanto es la paga, nombre de la víctima, ubicación y cantidad de guardias. Lo usual.
   La paga es buena, y una parte es por adelantado. El objetivo es un tal Daren Hightower, comerciante enriquecido, dueño del negocio más rentable de las Tierras Baldías: las torres de agua. Mientras Decker responde todo esto con su voz pausada y profunda, figurémonos el panorama que va describiendo. En primer plano, la cara preocupada del mercader, luego la imagen se amplía y vemos de fondo a su esposa, ambos en una casa tan adornada como es posible en un mundo postnuclear.
   “La víctima y su esposa habitaban en Los Altos, la zona elitista de El Eje” -cuando la imagen se aleja todavía más, incluyendo el exterior, vemos por fuera la mansión donde ellos se protegen detrás de unos gruesos muros… y por supuesto, de “un ejército personal de custodios bien armados”.
   Natasha acepta en nombre de todo el grupo. El amo del bajo mundo ahora sí parece satisfecho. Les recomienda no llamar la atención al llevar a cabo el trabajo. Les permite irse sin amenazas ni ultimátums… lo cual tiene un efecto aún más siniestro.
   Decker le indica a su mano derecha (Kane, el matón que los llevó hasta allí) que los escolte hasta la puerta. Kane así lo hace, y mientras les paga las quinientas chapas de adelanto, les recuerda que lo dicho en la entrevista ha sido confidencial. Luego, vuelve a su puesto junto a la puerta cerrada, como si nunca hubieran charlado del asunto.
-¿Así nomás?- le pregunta Albert a Ian cuando están de nuevo en la superficie.
-No creo. A lo mejor tendríamos que haber dicho que no... a partir de ahora tenemos que vigilar mejor nuestras espaldas. Ni se les ocurra hablar de esto con nadie, y menos con la policía. Lo antes posible, resolvamos sus asuntos en El Eje.
   Estos asuntos muy pronto se complicarían todavía más.

CAPÍTULO 26: “Los Mercaderes de Agua”

   Al amanecer, Ian los condujo a través de la ciudad hasta el lugar donde deberían solucionar cualquier problema relacionado con el elemento vital: las oficinas de los Mercaderes de Agua.
   Los mercaderes de agua… qué montón de buitres sin alma eran realmente. Apropiados desde los tiempos de la fundación de El Eje de la torre de agua potable (la cual abastecía todo el pueblo, los alrededores, y diversos puntos alejados a los que llegaban con las caravanas) su influencia no dejó de extenderse hasta que el resto de las compañías mercantiles les pudo poner un freno. Pero su ambición no conocía límites, y gracias a la habilidad de su líder, el magnate Hightower, no dejaban de acrecentar su poder y su fortuna.
   Pero, desde luego, el empresario no aparecía por las oficinas. Paranoico y desconfiado (por motivos que, como sabemos, no le faltan) jamás sale de su mansión. Así que los viajeros son recibidos por un conjunto de empleados despectivos, muy acostumbrados a sentirse los dueños de la empresa. Cuando los atendieron, una vez aclarado que ellos -“y hablamos por toda la ciudad al decirlo”- no tenían nada parecido a un chip de agua, les ofrecieron como alternativa pagar una (nada pequeña) cantidad de chapas por incluir su localidad en la ruta de caravanas. Para presionarlos aún más, les dijeron que enseguida podrían tener lista una, que lleve agua al menos para cien días de abastecimiento: “no más por ahora, somos gente ocupada”.
   La oferta es tentadora: un respiro de más de tres meses alejaría a casi el doble la fecha límite que les remarcó el Supervisor. Albert se regocijó imaginando la desconfianza del viejo al recibir la entrega, pero teniendo que tragarse su negación al contacto con el mundo exterior. Natasha, por otro lado, adivinó la satisfacción de su pequeño clan familiar sacándose la sed, las tías preparando sus platos tradicionales en las cocinas comunitarias (cada martes, cuando es su turno semanal) el padre organizando la limpieza general de sus habitaciones (el quince de cada mes), la madre bañando a los hermanos más chicos en las duchas colectivas del turno matutino, justo cuando vuelven de sus clases de educación física… “Si todavía vive, la abuela debe estar mugrienta”, piensa.
   Seguramente algo de eso notaron los Mercaderes (¡Ah, rápidos como culebras para reconocer las necesidades de la gente desesperada!) porque aprovecharon su ventaja. “El bienestar de los seres queridos no tiene precio”, sugieren. Seguro habría cosas de valor que trocar en su lugar de origen. Sólo tenían que abonar un adelanto e indicarles el destino…y al decirlo, extienden frente a ellos el mapa actualizado de las rutas de comercio que partían desde El Eje.
   Los viajeros calculan la distancia recorrida, y los Mercaderes de Agua comienzan a asentarla en sus registros para redondear el presupuesto. Siguieron especulando con el precio del encargo, hasta que los habitantes de la Bóveda 13 aclararon que su refugio quedaba en las montañas del noroeste. Entonces las anotaciones terminan abruptamente.
-Imposible- determina uno, visiblemente alterado- Esa zona no es para nada segura. Se han perdido demasiadas caravanas en las montañas, sin que se aclare la causa. Hasta que ese misterio se resuelva, no pensamos mandar nada fuera de las rutas establecidas.
   Desde luego, era una estrategia de mercado: no siendo ellos los que arriesgaban su vida cruzando el desierto, sólo era cuestión de poner precio a las vidas de los guardias y las brahmins involucradas; con un justificativo verosímil, podían sacar la mayor cifra posible del el bolsillo del cliente. Y la cifra era grande. Exorbitante. Miles de chapas que no tenían encima, y que no podrían conseguir… al menos no sin sacrificios. No hizo falta que reconozcan su pobreza. 
-Consigan esas chapas y vuelvan- les aconsejó con frialdad un mercader detrás del escritorio, pasando sus dedos por el mapa- Todos necesitan agua, y todos terminan dependiendo de nosotros. De Pueblochatarra hasta Adytum. Incluso esos desquiciados de la Hermandad de Acero suelen encargar envíos de nuestra torre. Todos. Excepto tal vez esos mutantes de Necrópolis, que de alguna manera repulsiva se las están arreglando sin nosotros… si quieren agua gratis, váyanse a vivir con los fenómenos. Nuestro precio es éste.
  Los nombres de los asentamientos se agolpan en las cabezas de Albert y Natasha, ya saturadas de datos. Los días, las chapas, las distancias. Demasiada información junta, y demasiado desequilibrada la balanza de la negociación. Pero los habitantes del refugio no se decidían a concretar el trato. ¿Cómo reunir esa cifra de varios ceros?
   Ian, que estaba contemplando sin intervenir, se adelanta para sacarlos del trance hipnótico en que los envolvían las lenguas viperinas de los Mercaderes de Agua. Los toma del brazo y les lanza a los comerciantes un seco “Gracias por la oferta, vamos a pensarlo” o alguna de esas frases que decimos para huir de un negocio donde probablemente no compremos nada.

   Ya fuera, se alejan de la oficina de los mercaderes para pensar con sangre fría. El clima era mucho más que desesperanzador. No me acuerdo bien la escena, pero me gusta imaginar que se sientan en un cordón de la vereda, al borde de la amplia avenida que muere ahí, en la frontera sur de El Eje. Sin transeúntes la mayor parte del tiempo, al mediodía es por lejos la zona más desierta de la ciudad. No hay viviendas, casi, apenas unos edificios solemnes. Y la torre de agua: omnipresente, silenciosa, negando hasta su sombra al asfalto seco, cubierto de polvo. Natasha estaría con la cabeza inclinada, cubriéndose la cara con el pelo, pero no llorando, sólo acariciando a Albóndiga, sin verlo. Ian, sin segundas intenciones, quizás arriesgase a su vez una caricia de consuelo, que empiece en el lomo del perro y siga por la mano de Natasha hasta apoyarse sobre el hombro de ella. Albert podría estar alrededor caminando pensativamente, midiendo las posibilidades.
  Caravanas impagables y caravanas perdidas en las montañas del refugio 13. El refugio 15 destruido, inservible, y también inservible ese refugio 12, misterioso, que mencionaba el holodisco.
  Pero allí, a la vista, la mole de la torre de agua. “Si la montaña no va a Mahoma…” se susurra a sí mismo. 
  Por primera vez pasa fugazmente por su cabeza la idea, antes inconcebible, de arrastrar fuera a la gente de la Bóveda, a través de animales mutantes, radiación y piratas del desierto, para darles de beber, para bañarlos en esa agua cruel e inamovible. Otras ciudades se habrán fundado así, buscando el agua. Cuántas habrá allá afuera. Sólo en esa mañana se mencionaron varias. La idea se aleja, por ahora: unas campanas próximas lo distraen de las especulaciones.

CAPÍTULO 27: “Los Hijos de la Catedral”

   Algo así como un templo se levantaba en una esquina de ese barrio. Al frente, unos estandartes morados se mueven en el viento calmo del mediodía, mostrando un símbolo distinto del de cualquier religión registrada en los archivos del refugio (un círculo amarillo con tres triángulos en su interior, cuyas puntas se tocan en el centro). Albert corta el clima abatido que domina a sus compañeros, y llama a Ian sin dejar de mirar los estandartes. Ian retira la mano del hombro de Natasha, que se incorpora lentamente, como despertando. Albert le suelta la pregunta:
-¿Qué lugar es éste?
   Ian no sabe qué responder. Reconoce, sí, el edificio… pero la última vez que él estuvo allí pertenecía a una compañía de caravanas de dudosa seriedad: “Caravanas Carmesí”, la empresa que se aventuraba en viajes que nadie más quería hacer. Él había realizado la mayoría de sus trabajos para ellos. Ahora, el ambiente pacífico que envolvía esa esquina le era extraño. Albert los deja solos y entra, tratando de que la puerta no cruja demasiado.
 
   El lugar se ve más grande desde adentro. Es básicamente una sala amplia, con pocas puertas a un costado, largos bancos de madera dispersos y una tarima al fondo. Entre los bancos, sobre el suelo encerado, unos hombres acostados boca arriba se quejan entre murmullos. Ninguno presta atención al recién llegado. Sobre la tarima, detrás de un púlpito con el mismo signo de los estandartes tallado al frente, un hombre calvo y entrado en años repasa unos papeles. Por sus ropas (un overol blanco con muchos bolsillos) y diversos instrumentos que llevaba colgando, parece más un científico que un sacerdote. Pero, así y todo, trasmite la paz de las personas devotas. En un rincón, un hombre rudo bosteza por el tedio. Cuando está seguro que el hombre del overol no lo ve, se rasca alevosamente la entrepierna. Albert decide dirigirse a él para sacarse las dudas, ya que al hacerlo no creía interrumpirle un trance muy profundo.
   El guardia- uno de los tantos mercenarios que se consiguen fácilmente en esa ciudad enorme- no le respondió mucho. Mirando de reojo por si el hombre del púlpito estaba escuchando, le aclaró en pocas frases que sí, que estaban en la iglesia de alguna clase de religión “de la cual no hay que comerse una palabra”, pero que también funcionaba como un hospital. El único en actividades de toda la ciudad. Los murmullos finalmente llamaron la atención del pelado que, según la información del desagradable guardia, se entendía que era el jefe médico de ese extraño hospital. El doctor clavó los ojos en Albert, y el guardia se excusó sin mucha cortesía, volviendo a callarse en su rincón “porque al jefe no le gusta que hable en el trabajo”.
   Para no dejar una mala impresión al anciano, el habitante del refugio inclinó levemente su cabeza, y se acercó hacia el púlpito con una sincera actitud de respeto.
   Fuera de Katrina, en Arenas Sombreadas, esta fue la primera persona de la que Albert sintió una recibida pacífica, sin desconfianza ni recelo ante un desconocido. El hombre se presentó efectivamente como “un sanador, que encontró el lugar para ofrecer sus artes a la humanidad”. Le informó que estaban ahora en “uno de los hospitales de los Hijos de la Catedral, el culto que reverenciaba a la Flama Sagrada, y la Unidad que su poder le ofrecía al mundo”.
-¿Esa Catedral dónde queda específicamente? ¿Y qué supone esa Unidad? ¿Y la Flama Sagrada...?
  El médico lo interrumpe: “Los asuntos teológicos me exceden, caballero. Otros podrán guiarte mejor en esas discusiones. La sacerdotisa mayor de esta iglesia está en su despacho, aunque no le gusta ser interrumpida. Y yo debo regresar ahora a mis quehaceres.”
   Sin más explicaciones, se dedicó a revisar a sus pacientes, los devotos acostados en el piso, a medio camino entre la convalecencia y el delirio místico.
   A Albert todos los términos religiosos le sonaban vacíos, aunque en el refugio había leído algo sobre los cultos de antes de la Gran Guerra. De ellos, sabía que ninguno había podido evitar el desastre nuclear y que en general habían derivado, a través de los siglos, en organizaciones corruptas y ambiciosas. Pero alrededor suyo la paz del hospital no dejaba de sentirse real, palpable. “Quizás algunas cosas hayan mejorado finalmente después de la aniquilación casi total de los seres humanos. Quizás de las cenizas del viejo mundo todavía podían surgir cosas buenas. Quizás.”
   Dejándose llevar por un impulso, se sienta en un banco a rezar, como alguna vez vio en los archivos de la Bóveda 13. Cerró los ojos e inclinó el mentón sobre el pecho. No formuló ninguna oración, desde luego. Ignora todo sobre los ritos del dios de esa iglesia, y en verdad sobre cualquier otro (la formación en el refugio era fundamentalmente agnóstica, excepto algunos ritos desdibujados como los que practicaba la familia de Natasha). No fue un rezo, en todo caso algo más cercano a la meditación. En silencio, bañado por la luz cálida de la primera hora de la tarde[1], dejó que su mente analizara la situación, sin pedir la ayuda de ningún ser superior para resolver su problema… pero sin dejar de agradecerla si venía. Algo, cierta clase de respuesta, le llegó finalmente.
   Se dejó llevar por una cosa parecida a la intuición hasta una puerta que, luego de recorrer la sala con la vista, sintió que era la que debía golpear. De todas formas, sin esperar permiso, la abrió y entró con paso decidido.
  Era, como esperaba, el despacho de los sacerdotes a cargo del hospital. Adentro, una mujer madura, pero no avejentada, trabajaba sobre su escritorio. Otro guardia, más solemne que el anterior, se adelantó desde un rincón. La mujer, encapuchada bajo un hábito dorado y violeta, estiró una de sus manos, envueltas en las amplias mangas de la túnica, indicándole suave pero firmemente que se tranquilice.
-¿Por qué interrumpe usted el trabajo de un Niño de la Catedral?- le pregunta con sequedad- Responda con cuidado…
   Albert habla sin tener bien claro lo que quiere: le explica que necesita saber más sobre ese culto. Que precisa ayuda e información, y no había visto ningún folletín o panfleto a mano.
   El gesto de la mujer, en sombras bajo la capucha, se oscurece aún más por sus palabras.
-Si viene usted a burlarse, ya mismo podemos indicarle la puerta de salida.
 Su guardia comienza a arremangarse, pero Albert se disculpa con rapidez.  Humildemente, le cuenta que la suya es una búsqueda de conocimiento, y que tenía la esperanza de hallarlo en ese lugar.
   La respuesta complace a la sacerdotisa, que accede con más amabilidad a responderle su consulta. Así, Albert se entera de los principios básicos de la religión más difundida después de la Guerra.
   “La Flama Sagrada es una guía para el renacimiento del planeta. Nosotros somos sus Hijos, y llevamos su plan adelante: Sanar el mundo de sus heridas, viejas y nuevas, físicas y espirituales. Ofrecemos una resolución pacífica a los conflictos del mundo… y desde luego, podemos usar tu ayuda”.
  Albert no encuentra las palabras de la sacerdotisa ni complacientes ni vacías: había un tono severo pero convencido en su discurso. Le hablaba sin soberbia ni hipocresía: le compartía una mirada superadora a todas las miserias que veía desde que salió del refugio, y de las que había leído en los registros de tiempos pasados. El deseo de ser parte de algo grande y puro fue creciendo en él. Le habló de su búsqueda de respuestas, y le preguntó su opinión sobre El Eje y sus habitantes.
   Ella le dijo que esa, como todas las ciudades, tenía “una gran falta de moral, pero gracias al trabajo constante de su hospital, terminará abrazando la de la Catedral”.
-Ciertamente, no he visto mucha moral en mis viajes… ¿Y cómo se resolverían los conflictos entre toda esa gente perdida?
-La Unidad, es la meta final de la Flama Sagrada. Algunos mercaderes (corruptos, que miden a los demás con su propia vara) piensan que Morfeo, nuestro líder, quien nos dirige desde la Catedral, ansía para sí tesoros y poder. Nada más falso: la Unidad simboliza el trato igualitario para todos, sin importar la raza, la clase social e incluso la especie…
   Albert se interesa particularmente en ese punto. Los Necrófagos, el terrible destino de los humanos desfigurados, es una de las últimas sorpresas que encontró en El Eje. Según el propio Harold, casi nadie los trata con misericordia. 
-¿Qué puede decirme de los mutantes? ¿Son seres peligrosos, eh… Hermana?
-Puede decirme Madre, hijo. Madre Jain- La religiosa reflexiona un momento y responde sin alterarse- Los mutantes están bendecidos por sus cicatrices, deben llevarlas con orgullo porque testifican la Gran Guerra, que nos dio la oportunidad de borrar las impurezas del pasado. No debes temerles. Mirando adelante, todos tendrán oportunidad de sumarse a nuestra causa si desean sanar. ¿Estás interesado en convertirte a nuestra Fe...?
   Albert alega desconocer todo al respecto de sus dioses, y la “Madre Jain” lo invita a familiarizarse más en sus creencias:
   “No hay Dios ni Amo, salvo la Flama Sagrada: un Maestro que ilumina a sus Hijos, pero es el Maestro de todos nosotros. Aunque muchos creen que seguimos una divinidad oscura y vengativa, se equivocan ¡la Flama Sagrada es la Santidad misma, y su voluntad es dar un renacimiento a todo el mundo!”.
   Albert empieza a notar que las respuestas vuelven todas al mismo punto, y deja de indagar. Mente, espíritu o lo que fuera, algo se le había aclarado en ese templo.
   Cuando sale a buscar a sus amigos, luego de despedirse respetuosamente de la Madre Jain, ya tiene una decisión tomada.



[1]En inglés debería decir “afternoon” (seguramente en Italia se habría traducido como “pomeriggio”). La idea es ese momento de la tarde inmediato al mediodía: lo que en buen criollo latinoamericano sería “la hora de la siesta”.  

CAPÍTULO 28- “El plan”

   Están los tres viajeros (y Albóndiga) en la biblioteca. Hubieran preferido el Halcón Maltés como punto de reunión, pero por obvias razones evitaban circular por allí.
  Susurrando, para no incomodar a la bibliotecaria (que ya los amonestó en al menos dos ocasiones, cada vez que la charla subía de tono) analizan sus opciones.
  Las tres cabezas se juntan alrededor del Pip-boy 2000 puesto sobre una mesa, observándolo con gesto pensativo, y señalando diferentes puntos de la pantalla.    La cámara toma la escena desde abajo, en una vista subjetiva desde el aparato (desde donde se ven en primer plano las caras iluminadas por la luz verde de la pantalla), o alterna con un escorzo bastante cerrado que nos muestra, desde arriba, las tres nucas y las imágenes en la pequeña computadora (diferentes anotaciones, cuentas e indicaciones en el mapa)
    Cuando ya no quedan más datos que revisar, se incorporan decididos a definir  el próximo paso. La postura de Ian sigue siendo “conseguir chapas como sea y pagar una de esas putas caravanas de agua”. Pero a Natasha ese “como sea” la pone incómoda… la única oferta laboral recibida estaría bien remunerada, pero también a un alto riesgo físico (y moral).
   Arriesga, como una posibilidad, ayudar en la investigación de las caravanas desaparecidas, de modo que pueda abaratarse el costo de su encargo. Pero su opinión cae en saco roto: nadie cree que ese asunto se resuelva rápido.
   Albert, sentencioso pero sin levantar mucho el volumen de su voz, toma aire y comienza a preparar el terreno para la alternativa que nadie más está teniendo en cuenta:  
-Contratar una caravana no es una opción. No hay dinero para pagarlas, ni tiempo para juntarlo. Desde luego, no vamos a aceptar el trabajo sucio de ese mafioso… “ya sabemos quién”- termina la frase bajando aún más la voz. Y continúa en ese tono-  Aunque pague bien y de inmediato, contratar una caravana con dinero manchado con sangre (¡la sangre de su propio jefe!) sería una… ironía peligrosa. Además, todos en esta ciudad me dan desconfianza. ¿Quién nos garantiza que los comerciantes no serán peor que el mafioso, cuando no podamos pagarles un envío? No podemos exponer nuestra gente a unos usureros. Sólo veo una solución definitiva.
   Hace una pausa, sin necesidad de aclarar lo que piensa:
-Encontrar un chip de agua- se resigna a completar Natasha- Es volver al casillero uno… no tenemos a dónde ir.
- Yo digo que podemos llegar “valientemente a donde ningún hombre ha ido antes”.
   Ian se cansa de las vueltas y las referencias que no entiende.
- Al grano, “Alberto”[1]. ¿Tenés un plan nuevo? Porque si no, es cosa de tirar una chapa al aire y lo resolvemos.
-¿Nuevo? No. ¿Plan? Sí: el mismo de siempre. Volvemos al casillero uno, es verdad, pero esta vez nuestro tablero tiene otro punto de llegada.
   Albert señala un cuadrante en el mapa del Pip-boy, y Natasha no esconde su desagrado.
-¿Necrópolis… la ciudad de los Espectros?
-Exacto. La pista es… vaga, lo admito, pero tiene sentido. Es la única ciudad que, según los Mercaderes, no precisa caravanas para conseguir agua. Y, según nuestro “sobrevalorado” holodisco, sabemos que hay un refugio escondido en alguna de estas ciudades. Yo creo que Necrópolis está bastante cerca como para ir a echar un vistazo. Y llevarnos un chip de agua, si es que tienen.
-Pero, los mutantes…
-¿Los mutantes, qué? ¿Te dan miedo? Harold es un mutante y no parece una amenaza. Y no estamos de viaje para ver caras bonitas. Entiendo que quizás no tengan un chip de repuesto esperándonos, pero… si son todos como él, tiene más motivos para temernos a nosotros que nosotros para... en fin, ¿se entiende la idea?
-Yo voto en contra- dice Natasha cruzando los brazos- No voy a ir a ciegas hasta la ciudad que evitan todos los viajeros.
   Ian se ríe, y la bibliotecaria lo silencia.
-No sabía que esto fuera una democracia, pero si hay que votar… voto a favor de ir a revisar la ciudad de los mutantes- Los dos habitantes del refugio se sorprenden, aunque no los dos para bien- pero no vamos a ir a ciegas: conozco la gente que podría llevarnos.



[1]En castellano en el original.

CAPÍTULO 29: “Crimson Caravans”

   El hombre que atendía las “Caravanas Carmesí” era un viejo entusiasta, que junto con su hija manejaba el negocio de manera poco convencional. Demetrio, tal era su nombre, se saludó larga y ruidosamente con Ian, quien, como creo que ya se dijo, había realizado para ellos varios trabajos. Como él sospechaba, ante la crisis de los viajes comerciales esta compañía temeraria había incorporado a Necrópolis en su ruta, y era ahora uno de sus destinos exclusivos. Entre exclamaciones e insultos de alegría, los inscribieron para la próxima partida hacia la ciudad de los espectros. En “tres putos días”, según él, debían volver a hablar con Keri, su hija, que los sumaría a la caravana que fuera para allá.
   Pasaron el tiempo alejándose lo más posible del centro, porque las cercanías del Halcón Maltés les recordaban su incumplido trabajo para el hampa. Incursionaron nuevamente en la Ciudad Vieja, de día y acompañados por Ian, para que conozca a Harold el necrófago. Ian quería saber a qué tipo de seres se iban a enfrentar. Encontraron la casa fácilmente, pues el loco de la última vez (quizás el único amigo que tuviera el viejo mutante) seguía rondando la puerta. Pasaron a saludarlo, luego de escuchar algunas de las incoherencias del demente.
  Natasha intentó congraciarse con Harold, aunque su buena voluntad chocó con la incontrolable repulsión que le generaba. Pero Albert pudo aprovechar algo más de su sabiduría, preguntando detalles de sus viajes y de la gente de El Eje. Por unas pocas chapas, supo de un Círculo de Ladrones que se escondía en alguna parte de la Ciudad Vieja. Además, sumó otros rumores al mito de la Garra Mortal: el loco que los recibió en la entrada sería el único que la habría visto y seguía con vida… aunque irremediablemente trastornado (y, por lo tanto, un testigo difícil de interrogar para cualquier investigador). De boca del anciano, Albert también recibió una tardía advertencia sobre hacer negocios con Decker: “problemas, sólo problemas” opinó, entre toses, sobre el mafioso. y finalmente un consejo sobre las religiones, cuando le preguntó sobre los Hijos de la Catedral:
“Todas las religiones pasan… yo vi ir y venir unas cuantas. Ojalá ésta también pase, y pronto…”
   Albert no comprendió la desconfianza de Harold sobre ellos. Más tarde, su intento por mostrarles a sus amigos la paz de la Catedral no terminó muy bien. Natasha, empleando los esquemas racionalistas aprendidos en el refugio (al igual que muchas veces con sus familiares creyentes) se ganó la antipatía de la Madre Jain al discutir con ella sobre teología, y a Ian el médico y su guardaespaldas tuvieron que echarlo de la nave del templo cuando lo descubrieron explorando un cuarto, cuya cerradura no detuvo su curiosidad por ver qué tenía adentro.
   Albert, avergonzado, se disculpó con los Hijos de la Catedral por el comportamiento de sus amigos, ya que esos religiosos (a pesar de la desconfianza de Harold, el escepticismo de Natasha y la irrespetuosidad de Ian) a él seguían transmitiéndole la misma sensación de bienestar.
   Para congraciarse, aceptó el ofrecimiento del doctor de hacerse una revisión médica (gratuita, por otra parte) con la cual asegurarse de que su reciente herida de lanza estuviera sanando bien. Durante el minucioso examen, pudo notar la dedicación que los Hijos de la Catedral podían dar a sus pacientes, muy diferentes a los descuidados procedimientos de Morbid, y a la bienintencionada pero escasa de recursos tarea de Razlo. La Catedral tenía cierta tecnología recuperada de la pre-guerra que ponían al servicio de su misión religiosreligiosa; después de un análisis de sangre, unas cuantas pastillas y un vendaje nuevo, se sintió preparado para empezar cualquier viaje por las Tierras Baldías.

…………………………

   A medida que se acercaba su partida, los rumores de caravanas desaparecidas se intensificaban por toda la ciudad. Los mercaderes que regresaban de sus viajes, agradeciendo la fortuna de haber vuelto a salvo, besaban el asfalto y se entregaban a los vicios del Halcón Maltés, derrochando chapas para reponerse de la tensión del viaje. O bien, se entregaban a una silenciosa gratitud devota en los bancos del hospital de los Hijos de la Catedral.
   Mientras, los peces gordos del Consejo Central de los mercaderes de El Eje se desesperaban repartiendo culpas y responsabilidades. El clima no podía ser más adverso para salir de la ciudad, porque la sensación de desprotección en la intemperie se profundizaba con cada relato de los viajeros asustados, y cada charla entre los vecinos paranoicos.  
   Pero finalmente llegó el momento de partir. Atardecía, y Albert y Natasha, con Albóndiga siguiéndolos, se presentan antes de tiempo, por la ansiedad, a la cita con las Caravanas Carmesí. Ian, que había estado curiosamente serio los últimos días, no apareció temprano. Tampoco apareció puntualmente. De hecho, ni siquiera apareció tarde, pero los habitantes de la Bóveda no se inquietaron todavía: él debía saber mejor que ellos el momento justo para dar el presente. Y ninguno de los otros miembros de la caravana se veía muy responsable. Recién cuando los entusiastas mercaderes de la compañía comenzaron a acomodar el cargamento en las Brahmins, se empezaron a preocupar: al ver que los otros guardias ya estaban alistándose, decidieron que la demora pasaba de lo normal. Pidieron un momento a  Keri (una muchacha bastante dura que organizaba a los gritos la partida), y repasaron los lugares donde podía estar su amigo. Sin mucha duda, se decidieron por revisar el Halcón maltés, sitio que, a pesar de las protestas de Ian, estuvieron evitando hasta el momento.
   Entraron tratando de  no llamar la atención, y lo encontraron ya medio borracho, charlando con unos mercaderes recién llegados desde la Hermandad de Acero, que comentaban sobre la ridícula disciplina militar de esa gente extraña, y su imponente tecnología. Ian preguntaba cada detalle, y los mercaderes, derrochando buena parte de sus ganancias en el frenesí del regreso exitoso, invitaban a todos los curiosos a sumarse a la ronda de tragos. Albert y Natasha notaron a Kane, la mano derecha de Decker, en su rincón junto a la puerta prohibida. Por un instante, cruzó con ellos su mirada inexpresiva. Se concentraron en llevarse a Ian de allí, y de mala manera lo arrastraron fuera del grupo de mercaderes alegres, reprochándole por lo bajo su conducta tan estúpida. 
   Entonces, antes de llegar a la puerta, Natasha siente el golpe en el hombro. Una mano firme la tomaba, sin violencia, pero con mucha fuerza.
-Nuestro jefe está perdiendo la paciencia… hasta donde sabemos, el trabajo que les pidió sigue inconcluso- les advierte Kane- Si piensan que su compromiso puede deshacerse, se equivocan mucho…
   Ian se recompone un poco y le aparta la mano del hombro de Natasha, con un manotazo torpe. Albóndiga ladra. El resto del lugar sigue en movimiento, pero el grupo de viajeros queda en silencio un momento, expectante, conteniendo el aliento. Kane reprime el impulso de golpearlo, y prefiere reírse de la inestabilidad del borracho. El clima animado acompaña la burla, pero Kane vuelve a su gesto sombrío. Les aclara que “el jefe espera resultados sin demora, o va a haber problemas”. No mencionó nada sobre las Caravanas Carmesí, pero tampoco hizo falta. “No los quiero ver de nuevo si no traen buenas noticias”, los amenaza abiertamente. “Ese es el plan, imbécil” piensa Natasha, mientras se alejan arrastrando a Ian.
   Lo cierto es que la caravana tardó todavía bastante en estar lista, y aunque Ian no recuperó la sobriedad del todo, a la hora de partir estaba perfectamente a tono con el resto: casi todos los guardias estaban medio borrachos, o estimulados con alguna clase de narcótico, algunos incluso en un nivel de excitación libidinosa que rozaba con el descontrol hormonal adolescente. Las conversaciones (groseras, provocativas, alegres o de cualquier tipo) solían ser demasiado entusiastas o incluso incoherentes. Albert y Natasha entienden entonces qué pasa con esa compañía: hasta sus guardias tienen miedo de partir. Viajar por esas rutas no sólo es desaconsejable, es una operación kamikaze.  Las caras y las voces se esforzaban en mostrar una seguridad que no sentían, y si bien no tenían filtro en cuanto a sus bromas, había temas que se evitaban de plano. Uno de los viajeros había razonado: “La actitud temeraria de las Caravanas Carmesí se sostiene si no se piensa demasiado en el asunto. Si no se piensa demasiado. Si no se piensa”.

   Con esa premisa, los habitantes de la Bóveda 13 vacían sus mentes de todo menos de la esperanza de completar su cruzada. Recargan sus armas, ajustan sus corazas y se mezclan con la ruidosa compañía.

CAPÍTULO 30: “La ruta de las caravanas”

 "What are the roots that clutch, what branches grow
Out of this stony rubbish? Son of man,
You cannot say, or guess, for you know only
A heap of broken images, where the sun beats,
And the dead tree gives no shelter, the cricket no relief,
And the dry stone no sound of water. Only
There is shadow under this red rock,
(Come in under the shadow of this red rock),
And I will show you something different from either
Your shadow at morning striding behind you
Or your shadow at evening rising to meet you;

I will show you fear in a handful of dust".(1)
T. S. Eliot, "La Tierra Baldía"

   El viaje fue difícil, incómodo, peligroso. Cualquier cosa, menos aburrido.

   La banda sonora de las escenas de marcha (panorámicas, tomadas desde lejos) remite a otros paisajes. Desiertos de Arabia, de la India… se aprecian instrumentos “étnicos” que transmiten el sentimiento de avance sostenido. A medida que los planos se centran más en el grupo, va ganando más importancia el ruido de los cacharros del equipaje amontonado sobre las brahmins. Al chocar entre ellos, crean de por sí una música monótona que era una buena base para usar como compás al inventar canciones. Los mercaderes saben o improvisan un montón para marcar el ritmo de sus pasos, y variadísimas historias para contar alrededor del fogón en los descansos. Las otras caravanas suelen viajar en silencio la mayor parte del tiempo, pero no era el caso de esta compañía.
   El olor de los animales no era tan malo, si el viento no te lo tiraba sobre la cara, pero al armar los campamentos, la mezcla de los que despedían los cuerpos sin lavar podía ser sofocante dentro de una tienda. La comida era escasa y de pésimo sabor, más que nada carne seca que costaba masticar, lo cual era el entretenimiento principal durante las jornadas de caminata.
   El alcohol era escaso: aunque irresponsables ciudad adentro, fuera de la civilización los guardianes del cargamento se volvían sobrios y atentos, dedicando la mayor atención en salvar la mercadería y sus propias vidas si percibían peligro.
   El grupo cuenta con una pareja de mellizos, ella y él muy rápidos con la escopeta; sus personalidades eran muy distintas, ya que ella no dejaba de hacer chistes y él se quejaba de todo, pero cuando se quedaban en silencio o se los veía de lejos era fácil confundirlos. El líder era un veterano, de puntería prodigiosa al desenfundar su pistola; a pesar de las presencia de sus compañeras, y del alto concepto que tenía de Keri, dejaba escapar varios comentarios molestos sobre las capacidades femeninas, hasta que Natasha no se los dejó pasar más. Además, ahora también será Ian el que pida respeto si alguien se sube de tono: revivir sus experiencias como guardián de caravanas lo ha puesto serio, y ya no escondería su inseguridad detrás de chistes insolentes y actitud arrogante.
   Entre los animales de carga viajaba un moreno flaco y desdentado: el jefe mercader responsable de la entrega, que se alejaba del grupo ante la menor señal de amenaza, fuera real o no.
   En las dos primeras jornadas murió un guardia, por las constantes embestidas de una banda pirata que, en intentos de ataques estilo Blitzkrieg, los sorprendía y huía rápidamente luego de fugaces balaceras. No se dieron por vencidos hasta reconocer que su poder de fuego era inferior al de la caravana, y finalmente se retiraron, con tres hombres menos contra el único caído de los mercaderes (el veterano de buena puntería, enterrado en un funeral breve bajo un árbol seco).
   Además de la siempre endurecedora experiencia, los piratas les dejaron unos trofeos escasos, que consiguieron al saquear sus cadáveres: junto con algunas pocas chapas, Ian se quedó con un puñal mucho mejor que su anterior cuchillo, Albert con un martillo de mango largo que consideró útil al menos para redondear un trueque, y Natasha consiguió una lanza que utilizó como báculo para caminar el resto del trayecto.
   Luego de eso, tropezaron con un largo grupo de escorpiones Rad. Mientras  buscaban un refugio donde pasar la noche, los mercaderes encontraron lo que resultó ser la entrada de un nido considerable (que además, como es sabido, son peores de encontrar al caer el sol, cuando esas criaturas gozan de plena actividad). De esa incursión tuvieron como única baja una de las brahmin, que fue arrastrada con su cargamento nido adentro, y ninguno fue tan osado como para ir a rescatarla. Además, casi ninguno estaba en condiciones: una vez que se alejaron, la mayoría del grupo sufría diferentes grados de envenenamiento, por las picaduras de los aguijones de los monstruos.
   Pero no tuvieron que lamentar más pérdidas por eso: los viajeros aún tenían, desde su aventura en Arenas Sombreadas, bastante del antídoto que les diera Razlo, y aunque al compartirlo casi lo gastan todo, se ganaron el agradecimiento de la compañía.
   El peligro más grave apareció ya casi llegando a destino.

  No tan lejos, se divisan los restos de los rascacielos de la ciudad muerta, y las ruinas de las autopistas que llevan a ella. Ya desde donde están se siente la desolación. A simple vista todo esta quieto en el conjunto de edificios grises. Pero de repente, algo se mueve en el camino. De unos automóviles fósiles, olvidados hace décadas en la carretera, se asoma lo que parece ser un montón de cadáveres, momificados por el clima del desierto o las radiaciones de las guerras… pero no lo eran. O casi: los cuerpos resecos se agitan y, en cuestión de minutos, hay diez o quince necrófagos avanzando sobre el convoy de mercaderes.
   Recién allí entienden los habitantes del refugio el grado de bestialidad al que podían llegar esos seres, enloquecidos algunos por el cambio. Lejos del ejemplo de Harold, estos mutantes tenían bien ganado el apodo de “espectros”.   Unos pocos pueden todavía esgrimir un cuchillo o una lanza, pero en general se arrojan sobre los guardias con uñas y dientes. Albert y Natasha los ven caer sobre los mercaderes abatidos, y masticarles la piel antes incluso de que mueran. No eran rápidos ni fuertes, pero los disparos no los afectan como a un humano normal: habían desarrollado cierta resistencia al dolor. Además, la sorpresa y el número les juega a favor… ambos mellizos morirán en el enfrentamiento, horriblemente mutilados.
   Ian dispara ráfagas sobre ellos hasta volver a varios una masa sin forma, pero resulta herido en ambas piernas con mordidas profundas, ya que algunos atacantes se escondían bajo los autos. Cae y rueda también debajo del auto más cercano, sin dejar de disparar. Las heridas ya se le empiezan a infectar por los dientes podridos de los mutantes.
   Albóndiga, siempre listo a demostrar lo mucho que le importan a sus amos, se lanzó a proteger a Albert y Natasha, despedazando sin prudencia a todos los que se les acercaban. Los habitantes del refugio estuvieron a salvo al comienzo del ataque, ya que (por haber aportado el antídoto del veneno de los escorpiones) sus compañeros les habían cedido el privilegiado puesto junto a las brahamis y la mercadería.
    En un principio disparan, como era la orden, “sin abandonar su puesto en la retaguardia”, pero desde allí era tan posible acertarle a un enemigo como a un compañero (de hecho, y aunque más tarde no lo reconocería, Albert se quedó con la duda de haber rematado a uno de los mellizos, sin querer, mientras trataba de sacarle un necrófago de encima… a fin de cuentas, haciéndole un favor al desgraciado).
   Cuando ya la masa de cuerpos verdes y grises se arrastra sobre la trinchera, una defensa que improvisaron apilando el cargamento alrededor de las vacas, los habitantes saltan sobre el montículo. Tienen la lanza, el martillo, el rifle y la pistola preparados. Albóndiga trepa hasta ponerse al frente. Ni las dentelladas del perro ni los disparos detienen a los mutantes, que ya casi alcanzan las piernas de los protagonistas. Vacían sus cargadores, y es hora de sacudir el martillo (que resulta muy efectivo para aplastar manos y cabezas) y clavar la lanza, que luego de ser usada por kilómetros como bastón, vuelve a cumplir su función original. Ninguno de los atacantes sobrevive.
   Para cuando bajan de su puesto, hay un tendal de cuerpos fétidos repartidos por el pequeño campo de batalla. Algunos sobrevivientes son eliminados mientras mastican, enceguecidos, los cadáveres todavía tibios de humanos y brahmins.
   Ian sale de su escondite bajo un auto, y como pueden le curan las heridas.  Albert tarda bastante en dejar de lanzarle miradas sospechosas, convencido por un temor infantil de que su compañero mordido se convertiría en una de esas criaturas radioactivas.

   Al retomar el último tramo del viaje, no queda en la caravana más guardia que ellos tres, el mercader desdentado (siempre a salvo gracias a su distancia prudencial del peligro)  y una Brahmin masticada que, sobrecargada de equipaje, caminará renqueando hasta llegar a destino.

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(1)
"¿Cuáles son las raíces que se aferran, qué ramas crecen
Fuera de esta basura pedregosa? Hijo del hombre,
No puedes decir, o adivinar, porque sólo conoces
Un montón de imágenes rotas, donde late el sol,
Y el árbol muerto no da refugio, ni el grillo alivio,
Ni la piedra seca hace ruido de agua. Solamente
Hay sombra debajo de esta roca roja,
(Ven bajo la sombra de esta roca roja),
Y te mostraré algo diferente de lo demás
Tu sombra en la mañana caminando detrás de ti
O tu sombra al anochecer saliendo a tu encuentro;
Te mostraré miedo en un puñado de polvo".


CAPÍTULO 31: “La ciudad muerta”

“Ciertamente, la impresión sobrecogedora que produce una 
casa desierta aumenta cuando el número de casas se multiplica 
hasta formar una ciudad de completa desolación. 
El interminable espectáculo de callejones desiertos y 
fachadas miserables, la infinidad de cuchitriles oscuros, 
vacíos, abandonados a las telarañas y a la carcoma, 
provocan un temor que ninguna filosofía puede disipar.” 
La sombra sobre Innsmouth - H. P. Lovecraft
  
  La llegada a Necrópolis fue tan lúgubre como podía esperarse. El panorama se resume en la frase que Ian murmura al poner un pie en ella: “Este lugar me da escalofríos”. Albóndiga suelta un gruñido de aprobación.
   A diferencia de El Eje, donde era poco frecuente encontrar construcciones de más de una planta, la ciudad de los mutantes aún conservaba en pie algunos edificios de gran altura (como podía verse desde lejos), por lo que las calles desiertas y agujereadas se oscurecían rápidamente con las sombras de las ruinas.
   Además, la abundancia de ornamentos en las fachadas, ochavas, puertas, ventanas y columnas (adornos arquitectónicos del mismo estilo “nouveau art decó” de la ciudad mercante, sólo que mucho más elaborados), forman una población de esculturas mutiladas y descoloridas: cuerpos y caras de piedra que dan la impresión de vigilar a los recién llegados. Entre los restos de la antigua opulencia de esa ciudad agonizante, el cartel de “Motel” les da la bienvenida.
   El mercader, único miembro que había quedado de la caravana, les advierte sobre el panorama general:
-Los “espectros” en principio sólo quieren que se los deje en paz. Uno o dos en el motel están abiertos al diálogo, yo voy a dedicar el resto del día a comerciar con ellos. Los demás, son mutantes pendencieros que recorren las calles en grupos muy fáciles de alterar. Si piensan dar una vuelta por el pueblo, ignórenlos. Según me dijeron, hay un edificio grande llamado “Salón de la Muerte”… pero más allá del nombre, sólo sería una especie de alcaldía. De todas formas, no es fácil recorrer las calles de Necrópolis; por lo general están cortadas por escombros y derrumbes… con un paso en falso podrían acabar en las cloacas de la ciudad.
   Alguno de los viajeros responde que no deben ser peor que la superficie.
   El mercader se dedica a acomodar su cargamento para la venta, y acuerdan en que los espere para el regreso. El comerciante les pide que se apuren: preferiría volver acompañado, pero si no supiera nada de ellos en un par de horas regresará solo. Que es lo que va a terminar haciendo.
   Los alrededores del motel comienzan lentamente a mostrar sus habitantes. Los viajeros, arma en mano, esquivan desde varios metros los necrófagos: algunos de ellos recorren las ruinas, a paso lento e irregular, solitaria y silenciosamente; otros se amontonan en grupo, sin más objetivos que gruñirse y murmurar frases inentendibles. Natasha intenta no mirarlos, conteniendo apenas el asco que le producen sus cuerpos en descomposición, y el miedo a una reacción feroz.
   Pero, aún sin la simpática conversación de Harold, los mutantes de la ciudad demuestran una innegable humanidad.  Se muestran esquivos, por vergüenza, desconfianza o timidez, ocultándose al paso de los viajeros. Cuando no, los ignoran, ensimismados en acomodar sus arruinadas pertenencias, o simplemente canturreando mientras miran un punto fijo a la distancia. Una de ellos (quizás la encargada del motel, ya que está instalada en el mostrador de la recepción) los observa interesada. Tratando de mostrarse cordiales, se acercan a entablar un diálogo.  Albert e Ian se adelantan, mientras que Natasha queda unos pasos más atrás, reteniendo a Albóndiga junto a ella.
   La mutante retrocede instintivamente, interponiéndose entre ellos y los escasos objetos que guarda apilados en unos estantes descolados. Los viajeros la saludan, y ella afloja su actitud defensiva. Con mucha dificultad logra modular unas palabras, soltando las frases lentamente, como quien no ha hablado en mucho tiempo. La lengua verdosa, en su boca sin dientes ni labios, chasquea y se retuerce hasta conseguir preguntarles qué quieren. Albert responde que están buscando “huellas del pasado lejano”. La necrófaga, que no tiene párpados sobre sus ojos amarillentos, frunce la frente, sin cejas desde luego, en un gesto que bien podría ser de molestia o de intriga. Lo cierto es que la frase ha quedado lejos de su entendimiento. Natasha, adelantándose, intenta con una pregunta menos retórica.
-Estamos buscando tecnología vieja, un chip de agua. ¿Sabe algo de eso?
   La encargada del motel reflexiona unos segundos, sosteniendo su mandíbula descarnada con una mano temblorosa (que conserva la mayoría de los dedos, pero muy poca piel y ninguna uña) y finalmente se ilumina: les indica que el agua y las máquinas están lejos, al otro lado de la ciudad. Señala vagamente hacia el este, y de inmediato vuelve a la mirada desconfiada y a cubrir sus cosas con el cuerpo, aclarando entre toses y tartamudeos que en sus estantes no hay nada de eso. Los viajeros la dejan en paz con su miseria, y salen del motel por una puerta desvencijada.
   Afuera, no menos de una docena de necrófagos voltea la cabeza al verlos salir. La puerta, que cedió con un simple empujón en un principio, no vuelve a abrirse cuando intentan meterse de nuevo en el motel. Como si la hubieran cerrado desde adentro. No forcejean mucho, para no seguir llamando la atención. Pero la masa de mutantes, inmóviles, los sigue con la mirada mientras ellos se alejan disimuladamente, bordeando las paredes del motel.
   Cuando todavía no han llegado a la esquina, uno de la manada, con tal de no perderlos de vista, gira su cráneo casi trescientos sesenta grados. El crujido de sus vértebras fue como una señal: los mutantes, que hasta entonces estaban plantados en la arena de la calle, chillan y se abalanzan al unísono sobre los viajeros.
   Las ráfagas de la metralleta H & K de Ian desparraman pedazos de carne verdosa y huesos amarillentos, pero no pueden detener las muchas manos que lo agarran. Sus patadas y trompadas logran romper algunas mandíbulas, pero no todas. Se defiende también con su mejor cuchillo. En algún momento lo hunde en una espalda y queda allí clavado, perdiéndose en la marea de cuerpos.
  Albert dispara a los que se le acercan. Algunos ya lo toman de los tobillos. Aunque sus compañeros no llegan a escucharlo, se da el gusto:
-“Quítenme sus sucias garras de encima”- grita. Las balas se le están acabando.
    Natasha usa indistintamente el rifle para disparar o repartir culatazos a los que logran agarrarla. Aunque las manos de los espectros crujen, no la sueltan hasta que Albóndiga se las arranca, una a una, mordiendo ferozmente las extremidades esqueléticas. Pero otros mutantes siguen llegando, y de pronto son demasiados para contenerlos.
   El perro en algún momento se encuentra separado de sus amos, y los pierde de vista. Los escucha alejarse, a la vez que su olor empieza a perderse detrás de la pestilencia de los enemigos que lo rodean. Metiéndose entre las patas de los mutantes, se larga a correr siguiendo el rastro del olor a humano. Afina el oído, y aunque ya casi no se oyen balazos, entre los gruñidos de las personas podridas escucha la voz de su dueña que lo llama desde lejos, pero a la vez de cerca, como si ella estuviera debajo de la tierra. Atento al sonido de la voz, corre sin dejar de dar dentelladas a izquierda y derecha, esquivando los brazos esqueléticos y arrancando los que se resisten a soltarlo. De pronto la voz de la humana se hace más clara, y su olor, aunque vuelve más nítido, le llega junto a una pestilencia más intensa que la de los necrófagos. Sin entender cómo, el piso desaparece bajo sus pies, y el perro cae en una total oscuridad.

CAPÍTULO 32: “Los otros espectros”

    La tapa de la cloaca había cedido en el momento justo. Natasha, luego de correr hasta ella, casi se desgarra un músculo levantando el pesado disco de metal. Pero valió la pena, sin esa idea salvadora no hubieran escapado. Sus compañeros llegaron a tiempo para bajar por la resbalosa escalera de manos, luego de hacer retroceder a los necrófagos con sus últimas balas. Ella rugió la orden de que la esperen abajo, y desde los escalones más altos siguió disparando a la boca de la alcantarilla abierta, llamando a Albóndiga entre balazo y balazo. Cuando finalmente el perro cayó sobre ella, se hundieron los dos en la blanda inmundicia del fondo del desagüe.
   Pero los cuatro estaban vivos. Ningún atacante bajó tras ellos, lo cual no los llega a  tranquilizar: si algo mantenía a los necrófagos fuera de ese laberinto de cloacas, debía ser muy peligroso.
   Se recomponen y caminan en silencio, chapoteando sobre el agua estancada, pisando restos de ratas y montones de mierda acumulada. La oscuridad no era total, ya que otras bocas de alcantarilla iluminan los túneles de tanto en tanto. Casi todas están vigiladas desde arriba por grupos de mutantes. En un giro súbito vieron, justo delante de sus ojos, la luz de una fogata.
   Había unos bultos esparcidos alrededor del fuego… los viajeros intentan retroceder sin hacerse notar, pero Albóndiga suelta un ladrido que resonó en todas las paredes de las cloacas: algunos de los bultos se mueven, y uno de ellos se incorpora, levantando dos manos esqueléticas:
-¡Por favor, no disparen!- Les ruega el espectro al ver sus armas desenfundadas (las cuales, por cierto, ya no tienen balas).
   Los viajeros, aprovechando esa ventaja falsa, se acercan midiendo la posible amenaza.
   Era un campamento de cuatro o cinco mutantes, aún más miserables que los de arriba, pero claramente más civilizados: sin ánimo de iniciar una pelea, se muestran dispuestos a hablar. La necrófaga que se había adelantado a pedirles piedad, les explica sus intenciones pacíficas, las cuales les habían valido la expulsión de la superficie, por orden del cruel líder de los necrófagos de Necrópolis.
-¿Entonces hay alguien a cargo de esta ciudad?- pregunta Natasha, ya menos invadida por el asco hacia los humanos desfigurados- Pensé que vivían en la anarquía total… ¿Qué saben de él?
   “Set es un necrófago que maneja la ciudad con mano de hierro”, le dicen. “Aunque mantiene cierto orden entre los habitantes, y ha organizado una constante defensa contra posibles amenazas externas, no duda en castigar a quienes se le opongan”. Ellos, como seres todavía razonables y conciliadores, lo habían “hartado con sus quejas”, decía, y resultaron exiliados donde se encontraban. Se habían opuesto a ciertas medidas tomadas por Set para defender la ciudad de “los invasores…”
   Ian le pregunta sobre esos invasores.
“Desde hace un tiempo, una clase distinta de mutantes se instaló en el este de Necrópolis, y desde ahí le quitaron mucho poder a Set. Eso lo hace enfadar: no los hemos visto, pero parecen mejor armados que sus guardias. Set tiene a todos los ciudadanos en pie de guerra, y a veces pienso que nos mantiene vivos sólo en caso de que nos precise para la última defensa de su régimen”.
-Al este…-recordó Albert- ¿Desde allí es de donde viene el agua?
- Venía- dijo la vocera humildemente- no se sabe qué bando rompió la bomba de agua, pero desde que sus partes principales se perdieron en las cloacas, tenemos que negociar con ellos las raciones diarias.
-¿Y con esas partes perdidas, dónde sacan agua ahora…?
 La necrófaga respondió con naturalidad:
-Del refugio subterráneo, claro.
    Sus ojos, casi fosforescentes, se abrieron mucho al ver el efecto que produjeron sus palabras en los extranjeros.
   Albert y Natasha no pudieron disimular su emoción. Por poco no abrazan el cuerpo consumido de la vocera de los espectros cuando la escucharon.
   Albert se tomó un instante para sonreír a Ian, quien leyó en ese gesto un clarísimo y soberbio “tedijequeeseputoholodiscoeraunabuenainversión”. Luego se recompuso, y se volvió para retomar el interrogatorio.
   Pero la actitud de los habitantes de las cloacas había cambiado. Ahora todos están incorporados, y algunos han cerrado los puños.
-¿Qué vinieron a buscar a Necrópolis?- pregunta con aspereza uno de ellos- ¿por qué tanto interés en nuestra agua?