FALLOUT, una novela post-nuclear
-fanfiction del videojuego homónimo-
PRÓLOGO: La Gran Guerra
PRÓLOGO
“Guerra. La Guerra nunca cambia”. Esa es la
primera línea de la película, según la recuerdo. Arranca con la pantalla negra
y la frase dicha por una voz adulta, masculina, profunda y en inglés (el idioma
original del film). Entonces se proyecta una luz blanca que marca un cuadrado
en una pared, mostrándonos además un clásico profesor de escuela (de bigotitos
y birrete, como el de “The Wall”) parado en un ángulo del sector iluminado. Él
es el que habla, mientras un proyector de diapositivas (de ahí sale la luz) va
pasando imágenes de la Primera y Segunda Guerra Mundial. Ciudades reducidas a
escombros, gente escapando entre edificios en ruinas, esas cosas. Todo en
blanco y negro.
El profesor sigue hablando sobre los
desastres bélicos de la historia: cómo tantos imperios se levantaron para y por
conseguir los recursos de las naciones rivales, las que, a su tiempo, también
se levantaron y cayeron.
Mientras imparte la lección, el plano se
amplía. En la penumbra entrevemos ahora elementos típicos del aula: algunos
mapas y globos terráqueos, láminas infantiles, un pizarrón… materiales
didácticos muy comunes a mediados de siglo XX. Una bandera con barras y
estrellas asoma en un rincón. Antes de que el plano cambie, vemos desde atrás
las cabezas de varios alumnos sentados en sus pupitres. Algunos tienen el pelo
rapado en la nuca y los costados, otros llevan gorritas con la visera
levantada, y hay niñas con trenzas. Se adivina que varios son rubios, y no les
deben faltar pecas. Ahora desde el fondo de la escena, el profesor pide la
próxima diapositiva; alguien, a quien la cámara todavía no toma, cambia la
fotografía presente (unos aviones bombarderos cruzando los cielos) por otra con
el impresionante hongo de una explosión nuclear. El docente sigue: “En nuestros
días, el botín y las armas son lo mismo: las últimas reservas de petróleo y
uranio”.
En ese momento uno de los estudiantes
levanta la mano, y su brazo queda en primer plano. En la penumbra de la clase,
se destaca la luz verde que emite la pantalla de una computadora portátil
ajustada en la muñeca del chico.
-¿Es por eso
que los chinos están invadiendo Alaska, profesor? Mi papá dice que si no fuera
por nosotros, esos rojos comunistas ya hubieran aplastado Canadá.
-Qué raro
usted interrumpiendo, alumno… ¿Harold, verdad?
El profesor suspira, y pide que se apague el
proyector y se enciendan las lámparas. Un robot de muchos brazos mecánicos, el
modelo “Mr. Handy” que venía pasando las diapositivas, detiene el aparato, lo
guarda en un armario metálico y prende las luces del aula.
Ahora vemos muchos otros detalles
electrónicos alrededor, y nuestra impresión de estar en una escuela antigua se
disuelve: todos los alumnos llevan una computadora similar en la muñeca, y el
mismo profesor tiene, debajo de la túnica, una pierna ortopédica llena de
cables y botones. Activa el pizarrón (en verdad, un monitor de gran tamaño) y
muestra un mapa de la parte norte del continente americano. También se puede
ver la fecha, hora y clima: recordemos sólo que es el año 2077; los otros datos
no interesan, y además como espectador no los retuve. Sí noté que la bandera
del rincón tiene los típicos colores de U.S.A., pero muchas menos estrellas.
“Por defender esos recursos es que anexamos
el territorio de Canadá. Sabia decisión, que no supieron seguir los ahora
separados estados europeos (acá el maestro amplía el mapa en el pizarrón
virtual, hasta abarcar el mundo). Así es, jóvenes, el planeta se divide en
pequeñas y grandes potencias luchando entre sí; el fantasma de una nueva guerra
mundial está más presente que nunca…"
El discurso sigue así un par de frases más,
pero lo interesante viene cuando una alarma antibombas interrumpe la clase, y
obliga a los alumnos a sacar de sus pupitres unas máscaras de gas. El docente
toma una de su escritorio, y desenfunda una pistola cargada con algún tipo de
fosforescencia verde. Con un par de órdenes firmes organiza a sus estudiantes y
los lleva a través de los pasillos, donde se mezclan con otros cursos; en un
procedimiento algo desordenado se suben a distintos transportes escolares
blindados.
Rezagado del grupo, el chico que había
preguntado algo en clase está ahora de pie en el patio, inmóvil, viendo a la
distancia. Es rubio nomás, y en su cara de asombro vemos las pecas que ya
habíamos adivinado: la calle está siendo patrullada por una compañía de
soldados de infantería, protegidos por una brillante armadura tecnológica que
les cubre el cuerpo por completo, dándoles la apariencia de tanques de guerra
humanos. Sus manos enguantadas, tan bien protegidas como el resto del cuerpo
por placas de metal reforzado, sujetan firmemente unas armas enormes, algunas
de las cuales disparan unos láser hacia fuera del plano.
Uno de ellos le apunta al muchachito con una
ametralladora descomunal (como la de "Terminator" en la parte dos). A
lo mejor nada más busque darle un buen susto. Con una fuerte voz de mando,
amplificada por los micrófonos del casco, lo llama bruscamente a la realidad:
sus ojos no se ven, detrás del lente oscuro de la visera del casco, pero por el
tono de las palabras que surgen entre sus filtros anti-gas, tubos respiradores
y orificios de ventilación, entendemos que el militar no tiene paciencia. Le
ordena algo así como que suba “el culo a uno de los vehículos”, que están
llevando a la gente hasta los refugios más cercanos. El pibe (Harold, si mal no
recuerdo) sale corriendo de inmediato.
La próxima escena muestra al docente
subiéndolo a un transporte escolar mientras lo reta, y luego vemos la cara del
chico pegada al vidrio de una ventana lateral del vehículo, mirando el cielo.
La última imagen, antes de los títulos introductorios, es el mismo transporte
visto desde el otro costado, que al arrancar nos deja ver, a la distancia, un
paisaje urbano sobre el cual se elevan las columnas de humo de unos cuantos
hongos radioactivos.
Entonces, el volumen de la banda sonora sube, y leemos los créditos con los nombres de la producción y sus creadores:
“Fallout, una película post-nuclear”. Lo que sigue es una versión más o menos
fiel de ese largometraje.
CAPÍTULO 1- “We have a problem, a big One”
“I love to go a-wandering,
Along the mountain track,
And as I go, I love to sing,
My knapsack on my back.”[1].
"The happy wanderer", versión de
1954
de la canción popular alemana
De golpe, ruido y rayas de estática.
Después de unos segundos, se distingue la
pantalla de un televisor en la que se suceden estos avisos publicitarios:
“Una bóveda para su tesoro más preciado: reserve un lugar para su familia en nuestros refugios subterráneos”… “Cambie su auto viejo por el nuevo Córvega”…
“Consiga lo último en tecnología doméstica: Mr Handy, programado hasta para
pasear al perro”. Llame ya, pida ahora, ordene de inmediato… los diseños muestran
gente alegre y productos brillantes.
Aunque el único sonido que se oye es una
canción tristona, seguramente interpretada por un cuarteto vocal masculino
(suena primero una guitarra, y luego una voz
tan aguda que parece la de una señora).
La imagen se aleja, y puede verse ahora gran
parte de la sala donde un tocadiscos reproduce la canción, y la televisión
transmite los comerciales en blanco y negro.
De nuevo, algo de estática interrumpe la
programación, el disco se raya y la grabación empieza a repetirse en ese punto.
El plano se amplía hasta mostrar el resto (o los restos) del departamento: la
pared desmoronada, el piso derrumbado. De fondo, los hierros y escombros de
otros edificios en ruinas y el horizonte humeante. Empieza un rápido fundido a
negro.
A la tercera o cuarta repetición del
fragmento rayado, Albert se despierta.
Sólo vemos el bulto de su cuerpo sacudirse
entre las mantas, en la oscuridad de su cuarto. Sabemos su nombre porque así lo
anuncia un recordatorio en la pantalla de su Pip-boy 2000, que parpadea sobre
la mesa de luz: el pequeño monitor verde de la computadora portátil indica que
casi es hora de su cita con el Supervisor de la Bóveda (la hora es otro dato
que no importa, pero según la fecha es el año 2161; una sutileza con la que la
película quiere mostrarnos que pasaron como ochenta años de las bombas del
prólogo).
Aún sin salir de debajo de las mantas,
Albert alarga la mano y cancela la alarma. Desde la comodidad de su cama
metálica, selecciona una música ambiental y enciende las luces de la pequeña
habitación. Se escucha ahora “Pretty things”, uno de los temas más conocidos de
un bizarro cantante del siglo XX. Las paredes del cuarto de Albert están
cubiertas con posters de diferentes películas clásicas de ese siglo y del
siguiente. Libros, juguetes… todo un museo personal dedicado a la cultura de
pre-guerra (por un comentario posterior sabremos que no están prohibidas en la
Bóveda, pero el Supervisor las desalienta por considerar que “alimentan
demasiado el imaginario sobre el mundo exterior”).
Se levanta de un salto y camina los dos
pasos que lo separan de la ducha. Hecho curioso: no sale agua al girar la
canilla. Cada tanto sucede. Frente al espejo, sin poder tampoco lavarse los
dientes, hace playback de una frase de la canción mientras se alisa el pelo. No
es un tipo alto pero lo parece, por lo flaco y por sus rasgos afilados, con
unas cejas finísimas y la mandíbula triangular. Tiene los ojos muy oscuros, lo
que contrasta con la piel blanquísima que también veremos en la mayoría de los
habitantes del bunker. Él no debe tener más de veinticinco años, así que
suponemos que pasó toda su vida bajo tierra.
Se termina de acomodar el pequeño jopo de su
pelo castaño y abandona el sector sanitario. Abre su casillero y se viste en
una secuencia rápida -montaje de mano que sale de la manga, un pie en su
correspondiente bota, cierre relámpago que termina a la altura del cuello-
enfundando todo su cuerpo con el ajustado overol que identifica a todos los
habitantes de la Bóveda 13 (azul, con el número trece color amarillo en la
espalda, y tres franjas del mismo color: una cruza su torso del cuello a la
pelvis, otra rodea su cintura y la más chica, el cuello).
“Big brother is watching you”, murmura
sonriendo, y se ajusta el Pip-boy en la muñeca. Justo en el estribillo del
tema, aprieta al compás los botones del tablero junto a la puerta electrónica.
Cuando ésta se levanta, sale al corredor cantando. La puerta se cierra detrás
de él, y de repente ya no se escucha la música.
Acá entendemos que sin dudas vive en un
refugio antiatómico. Bien denominado “bóveda”, es ante todo un lugar seguro,
limpio y luminoso. Aunque según algunos, mejor sería decir frío, claustrofóbico
y aséptico. El plástico y el metal de pisos, muebles y paredes se mantienen
blancos, y aún después de ochenta años los dispositivos electrónicos siguen
funcionando. Las pantallas en el corredor muestran los datos y consejos del
día. Los horarios de actividades también, pero a Albert le cuesta creer que haya
alguien que no se sepa la rutina de memoria: ya pasó el momento del desayuno, y
en quince minutos empiezan las lecciones matutinas de yoga en la Sala Común.
Lamenta haberse perdido el desayuno pero, aun si no tuviera que presentarse
ante el Supervisor, tampoco tomaría las lecciones: ninguna actividad en el
refugio es obligatoria, salvo las tareas diarias de mantenimiento (“tu aporte
individual al bienestar colectivo”). Él,
que no tiene brazos muy resistentes para las labores pesadas, ni dedos tan
hábiles para los trabajos delicados, se encarga sobre todo de lo que se pueda
resolver hablando.
Por algunos breves diálogos que tiene en el
pasillo, con habitantes vestidos como él, nos enteramos que resuelve más que
nada conflictos de convivencia, pero su actividad preferida es otra: dentro de
los límites del Supervisor, trata de fomentar en su generación el interés por
el vasto archivo cultural de los años previos a la Guerra. Cuando nadie lo
precisa, pasa el tiempo con otros jóvenes, agotando los textos, audios y videos
registrados en los holodiscos y consolas de la biblioteca virtual.
Sigue avanzando por el pasillo. En otro
sector de las pantallas de las paredes, titila un recordatorio del chequeo
trimestral de fertilidad femenina (el conteo de espermatozoides para los
hombres será el mes próximo, por decir, Mayo del 2161) y en los monitores
dedicados al “esparcimiento” se reproduce a cada hora el adelanto de la
película que se proyectará esa noche (una comedia musical sobre una monja, que
hace tiempo Albert ya vio por su cuenta: los videos del refugio son amplios,
pero no inagotables). Para variar, ninguna pantalla dice nada sobre las fallas
en las tuberías, por lo que no debería ser algo importante. Spoiler alert: lo
es.
Pero por el momento todo parece funcionar
perfectamente, como puede esperarse de la tecnología de la empresa Vault-tec.
Albert tararea la canción de su sueño, hasta
llegar al ascensor. Un amigo suyo (un joven grandote con cara inexpresiva, cuyo
nombre se me escapa pero al que sus amigos apodan “Stone”) lo está esperando
allí. Entran y aprietan el botón para ir hasta el último nivel: el Centro de
Comando.
-Justo a
tiempo para tu reunión- supongamos que le dice el grandote- Te iba a ir a despertar… hubiera apostado que apagabas el
Pip-boy para dormir un rato más.
-Me desperté
de golpe, Stone.
-¿Otra vez el
sueño de las publicidades y los edificios demolidos?
-Otra vez.
Cuando llegan al nivel del Centro de
Comando, ya hay dos personas frente a la puerta de la Sala de Controles: una
pelirroja pecosa y una morocha muy delgada, que llamaremos Natasha. Stone sigue
con una mirada poco disimulada la silueta de la morocha, y se detiene en los
ojos muy verdes, enmarcados por el pelo lacio y el flequillo recto de un pelo
muy negro. Ella sí es alta, además de delgada, aunque sus rasgos cuadrados le
dan aspecto de firmeza. Albert codea indignado a su amigo Max (así se llamaba
de verdad el grandote), que desvía abruptamente la mirada, y las mujeres notan
su presencia.
Albert y Natasha cruzan una mirada
desconfiada. Es obvio que, con una población de unos cien habitantes, todos en
el refugio se conocen entre sí aunque sea de vista. Él, como todo saludo, le
dedica unos gestos burlones, y ella sigue sin abandonar la firmeza de los
suyos.
-¿Venís temprano
para el primer correctivo de la jornada? – Le pregunta Natasha, tratando de
sonar ofensiva sin perder altura.
-Ni idea para
qué me llama el viejo. Pero supongo que vos vendrás para la chupada de medias
cotidiana, ¿no?
-Qué
delicado. ¿Por qué no te hacés echar de una vez, ya que tantas ganas tenés de
morirte de radiación en el mundo exterior?
-¿Y vos, por
qué no te encerrás en un armario con el Supervisor, ya que les gusta tanto la
claustrofobia?
Stone, tosco como su apodo, no alcanza a
captar del todo los sarcasmos, pero se aleja riéndose del cruce de insultos.
Entonces la pelirroja pone una sonrisa forzada y los ubica con un tono de
recepcionista: “El Supervisor ya está esperándolos. Pueden pasar juntos.”
-¿Los dos...
al mismo tiempo?-Pregunta Natasha, más ofendida que asombrada.
-Bueno-
agrega Albert- a lo mejor vamos todos al armario con el viejo, y con una sola
jugada reparte premios y castigos.
La puerta se abre, y deja a Natasha a mitad
de una respuesta ingeniosa que ahora no me acuerdo, pero el que quiera puede
completar en su mente.
En el centro de la Sala de Control está el
Supervisor sentado en su pedestal, literalmente. El asiento es una elevada
cabina de mando: una consola circular que rodea al anciano con palancas y
botones. Uno de ellos está titilando, en un tono que sugiere alarma, y le tiñe
de rojo parte de su barba que, como las tupidas cejas, es blanca desde hace
mucho tiempo.
Al acercarse, y aun desde abajo del
pedestal, Albert y Natasha notan cómo le late la vena de la frente. Cuando
levanta la cabeza, una gota de sudor le corre por la cara.
Algo anda mal.
“Ah, están aquí, bien- suspira- Tenemos un
problema… uno grande”. Los pone al tanto sin rodeos:
-El chip que
controla la purificación de agua dio su último aliento. Está roto. No anda más.
Mientras busca las palabras adecuadas para
seguir, se seca la gota que ya le llegaba casi hasta el mentón. Albert se
adelanta en tono de queja:
-¿Y nos llamó
para que lo arreglemos? ¿O tenemos que ir a buscar otro al depósito?
Natasha lo mira, dejando que se note más la
preocupación que su desprecio:
-Un microchip
potabilizador de agua no puede simplemente “arreglarse”…
- ¿Entonces?
¿Tenemos que “atarlo con alambre”?
El Supervisor recupera la línea de su
discurso. Se nota que lo ha estado estudiando palabra por palabra, aunque sin
el tiempo necesario para decirlo con naturalidad: “El proceso es muy complicado
para improvisar algo. No tenemos otro de repuesto… y no podemos fabricar uno”.
Se genera una pausa incómoda que Albert no resiste:
-Necesitaría
que sea bien claro con esto, porque creo que no termino de entender.
El Supervisor se inclina hacia ellos y
termina de un tirón la parte más difícil de lo que estaba tratando de decir:
“Simplemente, nos estamos quedando sin agua potable: sin agua, no hay Bóveda.
Esto es crucial para nuestra supervivencia. Francamente, creo que ustedes son
nuestra única esperanza”. Esta vez es Natasha la que no quiere entender la
indirecta:
-La
esperanza… ¿para qué?
Albert aclara, empezando a disfrutar la
noticia.
-Nos está
pidiendo que salgamos a buscar otro.
El Supervisor asiente. Ya habiendo soltado lo
más pesado de su pedido, agrega algunas líneas más: “Tienen que encontrar un
Chip de Agua que funcione. Tenemos cuatro o cinco meses antes que nuestras
reservas se agoten –aquí remarca las palabras-NECESITAMOS ese chip. Mi
asistente les dará algunas indicaciones y equipo. Miren… sean cuidadosos, ¿sí?
Inclina de nuevo la cabeza y comienza a
apretar los botones de las consolas. La vena en su frente sigue latiendo de
forma notoria.
Natasha deja la sala en un estado cercano al
shock. Albert, por el contrario, está cada vez más entusiasmado. La pelirroja
vuelve a hablarles, aunque ninguno de los dos, por motivos distintos, la
escucha con total atención.
-Les marcamos
en sus Pip-boys la ubicación de otro refugio, la Bóveda 15. No es lejos, y
parece un excelente lugar para empezar. Hicimos un satisfactorio inventario de
las cosas que les serán útiles en su viaje. El Supervisor autorizó para ustedes
el uso de armas de fuego: primero que nada, deben retirarlas con el Oficial de
Seguridad de la Bóveda.
El Oficial fue menos expeditivo: con orgullo
de macho alfa, se tomó su tiempo para mostrarles de qué armas disponían y cómo
usarlas:
-Una pistola
de 10 mm modelo Colt 6520 de cargador automático, para cada uno. Cada vez que
aprieten el gatillo, el arma se recargará automáticamente hasta que el cargador
esté vacío- Se coloca detrás de Natasha, poniéndole el arma en las manos y
acomodándola en la clásica posición de tiro al blanco, que ella abandona
rápidamente al sentirle el pecho demasiado cerca de su espalda- Cuando quieran
efectuar un único disparo, usen esta potente arma. Y éstas son las balas
correspondientes- Les alcanza municiones y dos cuchillos, pasando un dedo por
el filo de uno y apoyándolo en el pecho de Albert...con más presión de la
necesaria- Además, unos buenos cuchillos de combate.
-¿Y a éstos
dónde hay que apretarlos para que disparen?- pregunta Albert acercándose más al
oficial, fingiendo una ingenuidad exagerada mientras le acaricia los dedos,
suave pero alevosamente, al tomar el cuchillo de la mano de él. Natasha se
sonríe: no le agrada el chiste, pero sí cómo se desconcierta el Oficial de
Seguridad, que no le cae bien a ninguno de los dos.
-Vamos
Albert, no lo confundas al muchacho, todavía tenemos equipo que agarrar.
En una rápida visita a la enfermería, la
Oficial Médica (una veterana no muy convencida de su viaje, que les habla
mirándolos fijo) los revisa y aprueba su salud. Les da un botiquín, con los
medicamentos más efectivos desde la Gran Guerra:
-Estos
Stimpack – explica, mostrándoles unas jeringas metálicas- tienen químicos que,
al inyectarse, estimulan una rápida curación en heridas menores. No son
adictivos, pero… no se los gasten enseguida.
Luego les hace tomar unas pastillas
preventivas contra la radiación, “que ojalá sean innecesarias”, dice la Oficial
Médica, ya que según todas las mediciones la zona está casi libre de los restos
del invierno nuclear (de todas formas, Albert y Natasha hubieran preferido
trajes antiradioactivos, pero ya no los hay y no les saben decir desde cuándo).
Un tipo de piel morena y amplias espaldas
está ahora frente a lo que sería una gran alacena, herméticamente cerrada.
Ascendido al recién formado cargo de “Oficial del Racionamiento de Agua”, les
da algunos alimentos enlatados y unas cantimploras con el logo característico
de la Bóveda 13. Se muestra muy afectado por la situación.
-Debería
darles más para el viaje- se lamenta mientras los abraza- pero tengo que ser de
verdad estricto con esto de la repartija de agua. Buena suerte muchachos,
vuelvan enteros y a tiempo con ese chip…
Albert no necesitó muchas despedidas. Apenas
poner en orden ciertos asuntos pendientes con los más cercanos de su club de
estudios de preguerra, y los minutos suficientes para guardar alguno de sus
tantos objetos históricos como amuleto.
Max “Stone” lo ayuda a elegir entre todos
sus juguetes (“figuras de acción”, según corrige el dueño) y señala uno de los
preferidos: un muñeco rubio y cabezón, vestido con el traje azul y amarillo de
los refugios de Vault-Tec (el logo de la empresa creadora de los Pip-boys, en
una versión coleccionable de plástico). El grandote hubiera preferido compartir
una última partida de juegos de video, pero Albert no quiere alargar más el
momento de empezar el viaje. Su saludo dura tanto como los diversos choques de
manos que tienen como código, y no se destaca por la demostración de afecto,
aunque lo haya.
Natasha, en cambio, demora la separación de
su gente todo lo posible. Familia tradicionalmente unida (de viejas costumbres
de Europa oriental, quizás polacas, tal vez judías) que creció y se multiplicó
en el refugio como una pequeña comunidad dentro de La Comunidad. Sus hermanos,
primos y tíos entienden sin problemas la importancia de su misión, y la cargan
de bendiciones. Sus padres, entre lágrimas y gritos y desgarros de ropa, no
terminan de entender por qué justo su hija debe ser sacrificada (pero, en el
fondo, están orgullosos de que se la reconozca como la elegida). La abuela,
nonagenaria, posiblemente no entienda ni de quién se está despidiendo. Natasha
podría verlos a todos por última vez, pero a ella era lo más probable. La
saludó con mayor dedicación.
Los dos exploradores se reencuentran en el ascensor que los lleva al Primer Nivel.
Viajan en un silencio incómodo, en esquinas opuestas del espacio reducido: ella
revisando el equipo que les han dado, él tecleando los botones de su Pip-boy
2000. Llegan, finalmente, al último pasillo antes de la puerta blindada de la
Bóveda. Albert no deja de sentirse intranquilo a pesar del entusiasmo. Natasha,
mucho más de lo primero y nada de lo segundo.
El Oficial Técnico ingresa el código de
acceso en el ordenador del Primer Nivel. El Supervisor autoriza la apertura
desde su pedestal en el Centro de Mandos. Un operador anónimo, frente a alguna
consola, activa la puerta del corredor. En su cabina de control, el guardia de
turno enciende la sirena. Los exploradores ven abrirse las dos hojas de acero
de la anteúltima puerta, mostrándoles por primera vez el pasillo de entrada,
que termina en un enorme disco metálico con el borde dentado: el ancho
engranaje de dos metros de alto que es la puerta blindada de la Bóveda.
Dan un paso adelante, y Albert golpea un
pequeño casillero en la pared del corredor. De adentro, caen dos bengalas.
-Todo suma…-
dice, tratando de sonreír, aunque su voz apena se escucha por sobre las
sirenas, y sus dientes y rostro se tiñen alternadamente de azul y de rojo con
la luz de las alarmas.
Detrás de ellos, se cierra la puerta del
pasillo. En la mitad del recorrido de los expedicionarios, la pesada compuerta
principal comienza a girar hacia la izquierda, enganchada desde su centro por
las pinzas de un brazo hidráulico que sale desde ese costado para arrastrarla.
Cuando la entrada queda libre, los invade un profundo olor de aire viciado. El
exterior está fuera de foco, pero la visión se acomoda enseguida para ver la
caverna que rodea la entrada del refugio, y una tenue luz muy, muy adelante. Me
gusta pensar que Albert, que acorta inquieto los centímetros que lo separan de
su compañera, la toma instintivamente de la mano. Pero tal vez fue al revés, o
no pasó. Juntos, avanzan sobre el suelo metálico hasta cruzar la entrada
circular, y poner los pies en la verdadera tierra de la cueva.
Están afuera de la Bóveda.
Al dejar atrás el mundo conocido, la
compuerta (marcada en su cara externa con un enorme número “13”) vuelve a
girar, para cerrarse herméticamente a sus espaldas.
[1] “Me
encanta ir a vagar a lo largo de la ruta de la montaña, y mientras voy me encanta cantar, con mi mochila en la
espalda”.
CAPÍTULO 2- “El exterior”
El aire es húmedo, mucho más caliente y
pesado del que siempre han respirado a través de los purificadores de la Bóveda 13. La
oscuridad tampoco es la misma: se distinguen las rocas del suelo y las paredes
de la cueva, gracias a una luz desconocida que se filtra por entre las
estalactitas y estalagmitas del laberinto subterráneo en que se encuentran.
Justo donde termina el círculo de luz de la puerta del búnker, hay un bulto de
alguna forma familiar. Cuando los habitantes del refugio se acercan, distinguen
un montón de huesos cubiertos por un overol de la Bóveda 13.
Natasha reprime un grito, y se aleja del
cadáver. Alterada por el hallazgo, retrocede hasta la consola junto a la
puerta, e introduce su clave de acceso. Un “bip” le indica que ha sido
denegada. Surge una voz a través del parlante de la consola: “Hola muchachos,
no podemos abrirles ahora, uhmm… problemas técnicos…”.
-Está bien,
“no hay problema”- dice Albert fingiendo una simpática voz grave y rasposa.
Tratando de tranquilizar a Natasha sacude al cadáver con el pie- Mirá: bien
muerto. Y además no es cualquier muerto. Podemos decirle “Ed”, ¿Qué te parece?
Natasha sigue el intento de Albert por
borrar la tensión del momento. “Ed está muerto… me gusta como rima”. [1]
Se anima a agacharse a revisar el cadáver.
-¿Qué
hacemos?- susurra Albert, algo desconcertado- No sé si corresponde...
-“Ed” está
muerto- repite Natasha, ahora más segura, revisando los huesos- y como bien
dijiste, todo suma. Mirá: algunas balas más… nos pueden servir si nos encuentra
lo que mató a “Ed”.
La música de la escena, hasta ahora una
tensa melodía de suspenso, se intensifica con una secuencia de acordes
agresivos.
Un chillido surge desde una grieta en la
pared de la caverna, y dos pequeños ojos rojos brillan dentro. Los exploradores
se miran. Natasha le pide una bengala a su compañero, y Albert también enciende
una.
-No creerás
que lo pudo haber matado una simple rata- arriesga, mientras ve salir un hocico
peludo de la grieta. Un hocico con largos, cortantes y amarillos dientes.
-Una y
simple, no- responde Natasha, acostumbrando sus ojos a la luz rojiza de las
bengalas- pero varias y mutadas, puede ser…- las bengalas, que con las décadas
de antigüedad que deben tener ya es milagroso que funcionen, se consumen
rápido. Albert intenta encender otra, pero sus manos nerviosas la dejan caer.
Natasha, apuntando casi a ciegas su pistola
automática, dispara hacia unas figuras que se mueven adelante. El breve
fogonazo de la pólvora muestra unas diez ratas especialmente grandes que
avanzan hacia ellos, sobre sus garras negras y afiladas.
Con el disparo, que no acertó a ninguna, el
conjunto se espanta un momento, pero sólo para volver moviéndose más rápido que
antes. Los habitantes del refugio corren alejándose de ellas, pero en cualquier
recodo de la cueva se encuentran con otro grupo de ratas que, ya excitadas por
el olor a carne, se amontonan tratando cada una de dar el primer mordisco. La
banda sonora es ahora un ritmo agitado, impactante como en una escena de acción
de Resident Evil.
Albert y Natasha disparan sin mucho
criterio. Matan dos o tres, pero en el montón no hace la diferencia. Además,
ahora el nivel de desesperación de los roedores es tal que ya no se asustan del
ruido o de los fogonazos, y ni siquiera los que han sido heridos abandonan la
cacería, aunque queden al final de la masa.
De pronto, el túnel se ensancha y no muestra
más que una sola dirección hacia adelante. El aire se hace más limpio y más
cálido, y una luz enceguecedora lo ilumina todo. Ahora la puntería mejora, y
las ratas más cercanas revientan con cada disparo. Ya es mucho para el resto de
las alimañas que, chillando, se retira hacia su acostumbrada oscuridad. Puede
considerarse un combate victorioso. La música cambia: la melodía propone un
clima de serenidad.
Natasha y Albert se colocan los protectores
en los ojos (equipo básico de Vault-Tec, para evitar daños oculares al primer
contacto con los rayos gamma) y se quedan unos momentos parados en la entrada
de la cueva, de espaldas al túnel.
Vistos desde adentro de la cueva, sus
cuerpos en contraluz se recortan como dos siluetas negras sobre el horizonte
amarillo. Por primera vez, están viendo la luz del Sol.
[1]En el
inglés original, la frase sería “Ed is dead” (rima intraducible al castellano).
Los subtítulos para Latinoamérica de esta película decían “Eberto está Muerto”
(Nota del Traductor).
CAPÍTULO 3- "Las Tierras Baldías"
Más allá de la boca de la cueva, se
extiende un desierto interminable. Una vez que recargan sus armas, descienden
por la ladera de la montaña, llenándose la vista con el polvoriento paisaje
desolado.
Seguir el mapa del Pip-Boy no era nada
difícil. Esa pequeña computadora de bolsillo, (reloj, agenda, calendario,
reproductor de holodiscos y varios etcéteras según convenga a la trama) estaba
pensada para ser usada por los habitantes del refugio desde la infancia. Según
su indicación, la Bóveda 15 estaría a unos diez días de viaje hacia el Este. En
un cuadrante del mapa todavía inexplorado, aparece una cruz de malta color
rojo. Líneas del mismo color indican en pantalla su trayectoria.
Sin hablar demasiado, empiezan la marcha.
Albert no tardó mucho en quitarse los lentes
protectores. Al otro día, luego de habérselos sacado durante su turno de
guardia nocturna, ya pudo ver el amanecer en todo su esplendor. Natasha, menos irresponsable,
recién se dará ese permiso al atardecer.
El primer rastro de civilización demoró
bastante en dejarse ver. Promediando el cuarto día de viaje, entre unas matas
de pasto seco, distinguieron algo negro. Se acercaron con mucho sigilo, apuntando
las armas, hasta identificar lo que quedaba de un viejísimo neumático. Albert
se entusiasmó tanto que quiso llevárselo con ellos, a lo cual se opondría
tajantemente Natasha. Ella, para no perder tiempo discutiendo el asunto, de una
patada hizo rodar el neumático hasta un acantilado, por el que cayó rebotando.
El ruido fue grande y el eco lo aumentó.
Albert se asomó al precipicio lamentando la
pérdida. Supongo que pudo distinguirlo entre las piedras del fondo, pero sin
duda no pudo saber qué más había debajo… de haber visto con más detenimiento,
hubiera notado que el neumático no sólo había golpeado rocas al caer.
Aprovecharon el alto para recuperar
energías. Es decir, comer algo. Las cantimploras siguen bien provistas, aunque
el agua no les sobra. El racionamiento de comida era parte de la vida en el
refugio: aun sin ser Oficiales de Cocina, cada habitante cumplía cada semana
tareas de inventariado y distribución de alimentos (cocidos, reciclados o en
conserva) en el Comedor Comunitario. Así que podían estirar sus provisiones
hasta llegar a la Bóveda 15 y volver incluso sin agotarlas, pero el agua
tendría que ser repuesta en algún momento. Por el bien del refugio y de ellos
mismos, más valía que la otra bóveda estuviera habitada y funcionando.
Mientras discuten respecto de la mejor
manera de dosificar las cantimploras, escuchan los primeros ruidos a sus
espaldas. Un “clic-clac” entre las rocas, que suena cinco o seis veces por
secuencia, y se detiene cada vez que ellos se vuelven.
-¿Piedritas
que se desprenden?- pregunta Albert.
-Demasiado
repetitivo para eso… ¿más ratas?
No era ninguna de esas opciones, claro.
Cuando estaban a punto de acercarse al borde del acantilado desde donde salía
el ruido, salta hacia ellos, por fin al descubierto, un enorme escorpión del
tamaño de una vaca. Los efectos especiales no son malos, y la criatura
(diseñada con un buen programa de CGI, no como esos baratos de cine de bajo
presupuesto) se ve bastante real.
Sacudiendo las pinzas y el aguijón, cae
encima de Natasha, inmovilizándola debajo de sus patas y haciéndole soltar el
arma. Albert, sin mucha buena puntería, logra descargarle tres tiros, de los
cuales uno acierta en el caparazón y alcanza para llamar la atención del
monstruo, que ahora va tras él. Natasha, liberada, recupera su pistola y vacía
el cargador sobre el escorpión, mientras Albert esquiva unos aguijonazos que,
de acertarle, podrían haberlo atravesado de lado a lado.
Herido de muchas balas, el escorpión mutante
se encoge, para morir hecho un ovillo sobre su propia sangre. Los exploradores,
luego de tomarse mucho tiempo para recuperar el aliento y recargar las armas,
examinan el cadáver (los despojos sí están hechos con efectos prácticos reales,
y cualquier espectador podría apreciar que ya no son un truco de computadora).
Los viajeros no podrían saber si esta bestia
era un ejemplar único, o si había toda una raza de escorpiones radiados (o
cualquier otro insecto) que pudieran encontrarse en el camino…
De nuevo cae la noche. Cuando termina su turno
de guardia, Albert se duerme soñando con tarántulas de cincuenta pies de alto,
sacadas de viejísimas películas de mediados del Siglo XX.
CAPÍTULO 4- "Arenas Sombreadas"
Empieza el tercer día de viaje, y su
ansiedad aumenta. Aunque suponían que la Bóveda 15 no se iba a distinguir desde
la superficie (ignoran si su entrada está también adentro de una cueva), ahora
no sería difícil ver cualquier indicio: el área se ha vuelto una extensa
llanura sin muchas elevaciones.
Eligieron uno de los pocos montículos
rocosos que interrumpen la planicie del paisaje para echar un vistazo
alrededor. Subió Natasha, con la esperanza de ver despejado el terreno hasta
donde el Pip-boy marcó que estaría el refugio.
Albert, luego de ayudarla a subir, se queda
mirando hacia arriba, atento a cualquier gesto amenazante o tranquilizador en
la cara de su compañera. El reflejo de la luz natural hace círculos sobre la
lente de la cámara, en un plano subjetivo que nos muestra el peñasco desde su
perspectiva inferior. Sólo se escucha el viento arrastrando la arena. Después
lo vemos cerrar un ojo y taparse la frente con la mano, para cubrirse del sol.
Tan impaciente como nosotros, pide a su compañera que le cuente qué ve.
Nuestro punto de vista deja a Albert y sube
por las piedras hasta mostrarnos el rostro de Natasha. Muda, pero con la boca
abierta, no alcanza más que a balbucear mientras señala hacia adelante. Ya sin
ganas de esperar abajo, Albert sube y lo vemos aparecer sobre las rocas, por
detrás de Natasha. Al ver hacia donde señala ella, también abre los ojos y la
boca.
La cámara abarca ahora todo el panorama: no
muy lejos de ellos, en una depresión abrupta del terreno, se ven unas gruesas y
blancas murallas de adobe. Albert arriesga:
-¿No… no será
el refugio, no?
-No. Según el
Pip-boy, todavía tenemos un par de días más hasta llegar.
-Entonces…
-Entonces,
estamos viendo lo que puede ser la primera comunidad que habite la superficie
desde la Gran Guerra.
Sin dejar que la emoción del descubrimiento
les anule el sentido común, se acercan a las murallas con el arma en la mano,
en total sigilo. Si es un pueblo amigable u hostil, no lo saben. Pero lo
averiguaron enseguida.
Natasha avanza en silencio total hasta
llegar casi a la entrada. Albert la sigue lo más pegado que puede a la muralla
blanca. Quizás no son tan silenciosos como creen, o tal vez el propio olor de
su adrenalina los delata… cuestión que unos ladridos detrás de las murallas los
reciben antes de mostrarse abiertamente.
A los ladridos se suma el inconfundible
“chk-clk” de un arma al cargarse. Instantes después, les llega también la voz
gruesa de un hombre adulto: “Sé que están ahí afuera, piratas malparidos. Los
escucho respirar tan fuerte como una brahmin enferma. ¡Salgan a la luz, o les disparo
por la espalda mientras corren!”
Natasha y Albert, luego de cruzar una
mirada, guardan las armas y responden, en voz alta pero tranquila:
-Escuche, no
somos enemigos- dice cualquiera de ellos dos- Nos encontramos con su pueblo de
casualidad…
-¡A mí no me
vengan con casualidades! Van a salir con las manos en alto o les juro que me
asomo y empiezo a disparar.
-Enterados.
Vamos, pero de verdad necesitamos que nos prometa que no va a abrir fuego…
Antes que cualquiera de esas dos cosas
suceda, una voz femenina corta el momento tenso: “¡Seth! Dejá que esa gente se
acerque en paz. Ustedes ahí afuera, vengan sin armas en la mano y no va a haber
problemas”.
Al llegar a la entrada, que es un gran arco
en el muro con algo colgando que parecería ser una veleta o un farol, ven a las
dos personas que habían hablado antes. Katrina, que es el nombre de la mujer,
les da la bienvenida. Seth, como ya sabíamos que se llama el hombre, no deja de
apuntarles con el arma. Katrina suena amable: “Bienvenidos a Arenas Sombreadas,
extranjeros. Disculpen a Seth: este es un pueblo pacífico, pero los constantes
ataques de piratas lo han vuelto desconfiado. De todas formas, noto que ustedes
no son de ese grupo de bandidos, por sus ropas limpias y su hablar coherente y
libre de insultos”.
Natasha siente -y tiene- la ropa tan sucia
como jamás en su vida, pero empieza a entender los parámetros de higiene del
mundo exterior, mucho más flexibles que los del refugio. Agradece el cumplido y
le dice sus nombres.
Albert devuelve el saludo, y se esfuerza por
hablar lo menos parecido posible a lo que él, dentro de su pobre experiencia,
imagina como un asaltante:
-Ehmm… ¡Larga
vida y prosperidad, habitantes de Arenas Sombreadas! Ciertamente, no somos
piratas. Somos viajeros en busca de un chip de agua. Sabemos que aquí cerca hay
un refugio, la Bóveda 15, y estamos de camino hacia allí, buena señora.
A la “buena señora” le causa gracia el
acento teatral del visitante.
-Entonces
lamento darles malas noticias. La Bóveda 15 ya no existe. Nunca fue un refugio
muy acogedor, de todas formas: estaba superpoblado desde un principio, y al
cabo de unos años hubo un sismo, después falló la luz y los elevadores, y luego
la mayoría de la gente se fue con lo mejor del equipamiento. Entonces los que quedamos
fuimos atacados, creo que por los piratas…
-Y eso que la
Bóveda 13 era la nuestra…
Natasha lo codea.
-Albert, no
interrumpas con estupideces. ¿Y qué puede decirnos de un chip de agua? ¿Habrá
alguno todavía…?
Katrina
continúa.
- Después del
sismo no quedó nada de la sala de control. Completamente sepultada. Y después
de tantos saqueos, menos debe quedar. Yo en su lugar no perdería tiempo en ir,
supongo que seguirá siendo un agujero lleno de ratas… si bien no he vuelto
desde el ataque. Debo haber estado protegida por el Dharma, porque fui
rescatada por la gente de aquí, de Arenas Sombreadas. Deberían hablar con
Aradesh, nuestro líder. Quizás él pueda darles algún dato útil. Además, le
encanta conocer a todos los que pasan por la aldea…
Fueron. En el centro del pueblo había un
monolito con jeroglíficos que representaban la pacífica vida de la comunidad
(escenas de pastoreo, de cultivo, de cosecha). Alrededor, algunas casas de
adobe, perros vagando y niños corriendo. La vida en el exterior no parecía nada
mal. Vieron unos pozos de agua, pero no se les ocurrió cómo comunicarlos con el
refugio. Un mugido llamó su atención, y vieron un corral con vacas poco
comunes.
-Pero… esas
vacas tienen dos cabezas- dijo Natasha en voz no muy baja.
-Y cagan como
si tuvieran cuatro culos, hija… - dijo sonriendo un campesino, que estaba
cuidándolas, y les aclaró- Les decimos brahmin, si quieren saberlo.
No hay muchas otras cosas para ver. La casa
más grande, frente al monolito, era la de Aradesh, cabeza de la comunidad.
Resultó ser un hombre no muy viejo, curtido por el sol, de pelo oscuro y
grasiento. A mí me recordó al actor que hizo de Salieri en “Amadeus”. Iba
vestido con una túnica de pelo de brahmin, y, salvo por un adorno en la oreja,
tan austero como el resto de los Arenasombrenses (o como se diga). Cuando se
presentan ante él, les responde con una voz pausada y ceceosa.
-Viajeros,
voy a creerles por esta vez. Pero aquí no conseguirán un aparato como ese. Sé
que hay un par de poblaciones al sur, quizás allí consigan lo que buscan.
Pueblochatarra podría serles útil, o más probablemente el Eje, que es el centro
de comercio de las Tierras Baldías. Por estos días tenemos un viajero de allí,
recuperándose en nuestra comunidad…
-¿Qué tan
lejos quedan esas ciudades?- pregunta alguno de los habitantes del refugio.
-Varios días
al sur, cruzando el desierto, no lo sé con certeza. Lo cierto es que yo no
suelo alejarme de estos muros: estamos muy aislados y la vida afuera es
inhóspita.
-¿No podría
alguno de sus hombres orientarnos, quizás guiarnos hasta allí?
Aradesh se
niega con cortesía.
-No sería
prudente. Por estos días, necesito todos los guardias posibles para defendernos
de los piratas y los escorpiones rad…
-¿Escorpiones
rad?- pregunta Natasha- ¿Unos escorpiones gigantes? ¿Hay muchos de esos?
Aradesh exclama, abriendo los ojos y
remarcando las eses: “¡Oh, Gran, si!”. Les explica que los bichos deben tener
un nido cerca, porque siempre vuelven, no importa cuántos maten:
-Nuestro
médico, Razlo, está tratando de crear un antídoto, pero precisa más tiempo…
Seth cree saber dónde está su cueva, pero precisaríamos más voluntarios
para eliminarlos…
-Nosotros
matamos uno de camino hacia aquí, sin mucho problema- exagera Albert- no
parecían tan feroces después de un par de disparos. Qué tal esto: si los
ayudamos a destruir ese nido, nos da un guía hasta esas ciudades del sur.
“Oh, sí, sí, sí, sí” repite el viejo, esta
vez con un seseo de entusiasmo.
-Hablen con
Seth en la entrada, y si quieren con Razlo, que es quien más sabe de esos
monstruos. Ya mismo los envío con mi hija, Tandi…
Aradesh pegó dos gritos llamándola, y
corriendo un cortinado que separaba la sala de los dormitorios- detrás de los
cuales ya estaba seguramente espiando a los recién llegados- apareció una
jovencita, sencilla (como todo alrededor) pero con una expresión despierta y
curiosa. Albert se la queda mirando con demasiada atención. Natasha se da
cuenta, pero por suerte Aradesh no. Y Tandi tampoco, aunque les dedicó una
mirada parecida:
-Gente de afuera…
que bien, al fin pasa algo en este pueblo.
Cuando los tres hubieron salido, Albert
aprovecha para proponerle a Natasha que dividan tareas: ella podría ir avisando
a Seth sobre la excursión a la cueva, y él desviarse con Tandi a lo del doctor,
“para ganar tiempo”.
Natasha entiende la indirecta, pero acepta
adelantarse dedicándole una cara de “cuidado-lo-que-hacés”.
La chica lo guía sin apuro hasta una choza
cercana.
-Así que…
Tandi… qué pueblo lindo el que tienen acá.
-Yo lo
detesto, no hay nada divertido para hacer (dice bajando la cabeza).
-Bueno,
claro. Es decir… nada, aparte de ver comer a las Brahmins, ¿No? (Tandi levanta
la cabeza y sonríe, mostrando una línea de dientes todavía blancos. Albert
siente en ese momento que se le afloja el cuerpo).
-Claro. En
cambio ustedes, las cosas que habrán visto. (Comenta entusiasmada).
- (Albert
tartamudea) Si, si claro, de todo (Carraspea, y agrega queriendo parecer
importante) Y ahora, con el asunto éste de los Escorpiones…
-Sí, una
pena, son lo único interesante que pasa por acá (patea una piedra, se limpia la
nariz con el brazo).
- Claro, eso,
una pena. Y… ¿si tanto te molesta este lugar, por qué no te vas?
- Ojalá. Pero
sola no podría, y a mi Padre le daría un infarto si saliera del pueblo…
-¿Y entonces…?
(No se anima a, o no sabe cómo terminar la frase).
La hija del
líder de la aldea corta el diálogo con un anuncio inevitable:
-Llegamos a
lo de Razlo.
-¿A lo de
quién? Ah, sí, el médico, claro…
CAPÍTULO 5- “Oh, yes, yes, yes, yes, please, talk to Razlo”
Razlo resultó un hombre más parecido a un
artesano que a un médico. Su esposa lo ayudaba en las curaciones de personas y
ganado. La casa, fresca y limpia, tenía estantes con diversos frascos, y una
pieza, apenas separada con una cortina, de la que se escapan gemidos
inquietantes. Mientras se lava las manos en una vasija, les explica lo que sabe
del tema: “Los Escorpiones Rad parecen
una versión exageradamente grande de los Pandinus Imperator -una clase de
artrópodo de hábitos en general nocturnos- Si su tamaño es fruto de la
evolución natural o de la mutación radioactiva, no lo sé…”
Albert y Tandi tratan de prestarle atención,
pero los gemidos detrás de la cortina se intensificaban. Razlo lo nota, y pide
a su esposa que se encargue del enfermo. Luego continuó dando cátedra,
mostrándoles un dibujo en un pedazo de cuero: “Pero claro, su peligro es el
potente veneno que tienen en una bolsa debajo de su cola, y que inyectan con el
aguijón en la punta. Jarvis, el hermano de Seth, está ahí atrás sufriendo desde
hace días. Si pudiera obtener una buena muestra de veneno, podría desarrollar
un antídoto…”.
Albert, tratando de mostrarse seguro y sin
dejar de ver si sus palabras llegan a impresionar a Tandi, promete traerle lo
necesario de la cueva de los escorpiones. La propuesta, pareciera, entusiasma
más al doctor que a ella.
Ahora, cambiemos rápidamente de locación, y
veamos el ya conocido arco de la entrada: Natasha, por su parte, pone a Seth al
tanto de su oferta.
-Les
agradecemos su ayuda, extranjeros. Yo puedo indicarles el camino, pero no puedo
alejarme mucho de mi puesto. Una vez en la cueva, estarán abandonados a su
suerte. ¿Están de acuerdo?
Luego
de un nuevo cambio de entorno y una elipsis temporal, encontramos a Albert y
Natasha frente a la entrada de la cueva. Aún es de día, pero en pocas horas la
luz del sol dejará de ofrecerles su protección, en caso de escape. Un silencio
intranquilo los envuelve cuando se los traga la oscuridad de la caverna.CAPÍTULO 6- “La Cueva de los Escorpiones Rad”
Los túneles del nido estaban sembrados de
huesos (ellos quieren creer que de animales). Ya al entrar se tropiezan con los
de una Brahmin, con algo de cuero y carne todavía pegados. El resto, esparcidos
o amontonados, son irreconocibles.
El primer Escorpión Rad que vemos está
entretenido con sus propias pinzas, de espaldas a ellos. “Clap-clap”, las abre
y cierra muy atentamente, quizás moviéndose en sueños, quizás en un juego de
los de su especie, o repitiendo algún ritual que los humanos no
comprenderíamos. Albert no puede contenerse y, antes que Natasha lo pudiera
detener, dispara dos veces sobre él, pero sin lograr matarlo. El insecto
gigante (o mejor, el “artrópodo” gigante, para hablar con propiedad) se aleja
sangrando hacia lo profundo de la cueva. Produce un ruido chirriante, que
seguramente alerta a todo el nido.
Natasha se ahorra los insultos para Albert,
lo que él agradeció para sus adentros, consciente de su peligrosa estupidez.
Los dos, en silencio, preparan sus armas y esperan lo inevitable.
La espera no fue larga: desde diferentes
rincones llegan a la vez varios bichos, algo más de media docena, que se lanzan
sobre ellos agitando los aguijones. Apenas refugiados detrás de unas salientes
de roca, los residentes de la Bóveda 13 gastan casi todas sus balas en
mantenerlos a raya. En su mayoría heridos, muy pocos llegan a acercarse tanto
como para lanzar un aguijonazo.
Pero uno lo logra, alcanzándolos con la
distancia y durante el tiempo suficiente como para clavar la púa envenenada en
una de las piernas de Natasha, antes de que ella le reviente los sesos de un
balazo y caiga inmediatamente hacia atrás, gritando de dolor. Con unas pocas
balas más, Albert logra matar otro y hacer retroceder a los heridos.
Natasha Busca una jeringa de Stimpack en su
bolso. Sabe que inyectándose una dosis de estimulantes no puede eliminar el
veneno de su cuerpo, pero al menos sí el dolor de la herida.
-Vos fijate
que no se acerque ninguno más- le dice a su compañero. Junta fuerzas para el
pinchazo. “No va a ser más fuerte que el de recién”, piensa, y se clava la
jeringa en una arteria cercana a la herida.
Vemos varias imágenes breves en primer plano:
la aguja atravesando la piel, el líquido rojo bajando por el tubo de la
intravenosa, y la pupila de Natasha ampliándose en la órbita ocular. Se muerde
el labio de abajo unos segundos, y siente el alivio de los químicos entrando en
su torrente sanguíneo. Con un vendaje más o menos decente, ya está en
condiciones de caminar… aunque, al dar unos pasos, aparecen los primeros
efectos de envenenamiento.
Albert se preocupa al verla tambalear, pero
Natasha no acepta ningún descanso por el momento. Rematan los Escorpiones
moribundos con los cuchillos, y se meten más adentro buscando a los que
escaparon. Les quedan pocas balas… si hubiera muchos más no alcanzarían ya para
eliminarlos.
Pero los van encontrando desparramados,
algunos ya heridos del anterior encuentro. Terminar con ellos no es difícil,
pero sí cansador: la ventaja es, desde luego, que ellos sí pueden atacar desde
lejos, aunque deben sembrar el suelo de bengalas para verlos bien. Natasha, a
esta altura bastante mareada, se apoya contra una pared y vomita, mientras
Albert revisa el último recoveco de la cueva, y comprueba que no quedan más
criaturas hostiles alrededor.
-Volvamos al
pueblo inmediatamente- dice Natasha, apenas susurrando. Da dos pasos murmurando
algo más que no se entiende, y cae. Está desmayada.
Albert alcanzó a agarrarla antes de que se
diera la cara contra el piso, y la arrastra hacia afuera con la mayor
delicadeza posible. Antes de salir, corta entera la cola del Escorpión Rad más
grande que encuentra.
“Aguantá
hasta llegar con Razlo” le susurra a Natasha, que ya no lo oye. “El buen doctor
nos va a sacar de ésta…”, le promete.
Lento fundido a negro.
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