“I love to go a-wandering,
Along the mountain track,
And as I go, I love to sing,
My knapsack on my back.”[1].
"The happy wanderer", versión de
1954
de la canción popular alemana
De golpe, ruido y rayas de estática.
Después de unos segundos, se distingue la
pantalla de un televisor en la que se suceden estos avisos publicitarios:
“Una bóveda para su tesoro más preciado: reserve un lugar para su familia en nuestros refugios subterráneos”… “Cambie su auto viejo por el nuevo Córvega”…
“Consiga lo último en tecnología doméstica: Mr Handy, programado hasta para
pasear al perro”. Llame ya, pida ahora, ordene de inmediato… los diseños muestran
gente alegre y productos brillantes.
Aunque el único sonido que se oye es una
canción tristona, seguramente interpretada por un cuarteto vocal masculino
(suena primero una guitarra, y luego una voz
tan aguda que parece la de una señora).
La imagen se aleja, y puede verse ahora gran
parte de la sala donde un tocadiscos reproduce la canción, y la televisión
transmite los comerciales en blanco y negro.
De nuevo, algo de estática interrumpe la
programación, el disco se raya y la grabación empieza a repetirse en ese punto.
El plano se amplía hasta mostrar el resto (o los restos) del departamento: la
pared desmoronada, el piso derrumbado. De fondo, los hierros y escombros de
otros edificios en ruinas y el horizonte humeante. Empieza un rápido fundido a
negro.
A la tercera o cuarta repetición del
fragmento rayado, Albert se despierta.
Sólo vemos el bulto de su cuerpo sacudirse
entre las mantas, en la oscuridad de su cuarto. Sabemos su nombre porque así lo
anuncia un recordatorio en la pantalla de su Pip-boy 2000, que parpadea sobre
la mesa de luz: el pequeño monitor verde de la computadora portátil indica que
casi es hora de su cita con el Supervisor de la Bóveda (la hora es otro dato
que no importa, pero según la fecha es el año 2161; una sutileza con la que la
película quiere mostrarnos que pasaron como ochenta años de las bombas del
prólogo).
Aún sin salir de debajo de las mantas,
Albert alarga la mano y cancela la alarma. Desde la comodidad de su cama
metálica, selecciona una música ambiental y enciende las luces de la pequeña
habitación. Se escucha ahora “Pretty things”, uno de los temas más conocidos de
un bizarro cantante del siglo XX. Las paredes del cuarto de Albert están
cubiertas con posters de diferentes películas clásicas de ese siglo y del
siguiente. Libros, juguetes… todo un museo personal dedicado a la cultura de
pre-guerra (por un comentario posterior sabremos que no están prohibidas en la
Bóveda, pero el Supervisor las desalienta por considerar que “alimentan
demasiado el imaginario sobre el mundo exterior”).
Se levanta de un salto y camina los dos
pasos que lo separan de la ducha. Hecho curioso: no sale agua al girar la
canilla. Cada tanto sucede. Frente al espejo, sin poder tampoco lavarse los
dientes, hace playback de una frase de la canción mientras se alisa el pelo. No
es un tipo alto pero lo parece, por lo flaco y por sus rasgos afilados, con
unas cejas finísimas y la mandíbula triangular. Tiene los ojos muy oscuros, lo
que contrasta con la piel blanquísima que también veremos en la mayoría de los
habitantes del bunker. Él no debe tener más de veinticinco años, así que
suponemos que pasó toda su vida bajo tierra.
Se termina de acomodar el pequeño jopo de su
pelo castaño y abandona el sector sanitario. Abre su casillero y se viste en
una secuencia rápida -montaje de mano que sale de la manga, un pie en su
correspondiente bota, cierre relámpago que termina a la altura del cuello-
enfundando todo su cuerpo con el ajustado overol que identifica a todos los
habitantes de la Bóveda 13 (azul, con el número trece color amarillo en la
espalda, y tres franjas del mismo color: una cruza su torso del cuello a la
pelvis, otra rodea su cintura y la más chica, el cuello).
“Big brother is watching you”, murmura
sonriendo, y se ajusta el Pip-boy en la muñeca. Justo en el estribillo del
tema, aprieta al compás los botones del tablero junto a la puerta electrónica.
Cuando ésta se levanta, sale al corredor cantando. La puerta se cierra detrás
de él, y de repente ya no se escucha la música.
Acá entendemos que sin dudas vive en un
refugio antiatómico. Bien denominado “bóveda”, es ante todo un lugar seguro,
limpio y luminoso. Aunque según algunos, mejor sería decir frío, claustrofóbico
y aséptico. El plástico y el metal de pisos, muebles y paredes se mantienen
blancos, y aún después de ochenta años los dispositivos electrónicos siguen
funcionando. Las pantallas en el corredor muestran los datos y consejos del
día. Los horarios de actividades también, pero a Albert le cuesta creer que haya
alguien que no se sepa la rutina de memoria: ya pasó el momento del desayuno, y
en quince minutos empiezan las lecciones matutinas de yoga en la Sala Común.
Lamenta haberse perdido el desayuno pero, aun si no tuviera que presentarse
ante el Supervisor, tampoco tomaría las lecciones: ninguna actividad en el
refugio es obligatoria, salvo las tareas diarias de mantenimiento (“tu aporte
individual al bienestar colectivo”). Él,
que no tiene brazos muy resistentes para las labores pesadas, ni dedos tan
hábiles para los trabajos delicados, se encarga sobre todo de lo que se pueda
resolver hablando.
Por algunos breves diálogos que tiene en el
pasillo, con habitantes vestidos como él, nos enteramos que resuelve más que
nada conflictos de convivencia, pero su actividad preferida es otra: dentro de
los límites del Supervisor, trata de fomentar en su generación el interés por
el vasto archivo cultural de los años previos a la Guerra. Cuando nadie lo
precisa, pasa el tiempo con otros jóvenes, agotando los textos, audios y videos
registrados en los holodiscos y consolas de la biblioteca virtual.
Sigue avanzando por el pasillo. En otro
sector de las pantallas de las paredes, titila un recordatorio del chequeo
trimestral de fertilidad femenina (el conteo de espermatozoides para los
hombres será el mes próximo, por decir, Mayo del 2161) y en los monitores
dedicados al “esparcimiento” se reproduce a cada hora el adelanto de la
película que se proyectará esa noche (una comedia musical sobre una monja, que
hace tiempo Albert ya vio por su cuenta: los videos del refugio son amplios,
pero no inagotables). Para variar, ninguna pantalla dice nada sobre las fallas
en las tuberías, por lo que no debería ser algo importante. Spoiler alert: lo
es.
Pero por el momento todo parece funcionar
perfectamente, como puede esperarse de la tecnología de la empresa Vault-tec.
Albert tararea la canción de su sueño, hasta
llegar al ascensor. Un amigo suyo (un joven grandote con cara inexpresiva, cuyo
nombre se me escapa pero al que sus amigos apodan “Stone”) lo está esperando
allí. Entran y aprietan el botón para ir hasta el último nivel: el Centro de
Comando.
-Justo a
tiempo para tu reunión- supongamos que le dice el grandote- Te iba a ir a despertar… hubiera apostado que apagabas el
Pip-boy para dormir un rato más.
-Me desperté
de golpe, Stone.
-¿Otra vez el
sueño de las publicidades y los edificios demolidos?
-Otra vez.
Cuando llegan al nivel del Centro de
Comando, ya hay dos personas frente a la puerta de la Sala de Controles: una
pelirroja pecosa y una morocha muy delgada, que llamaremos Natasha. Stone sigue
con una mirada poco disimulada la silueta de la morocha, y se detiene en los
ojos muy verdes, enmarcados por el pelo lacio y el flequillo recto de un pelo
muy negro. Ella sí es alta, además de delgada, aunque sus rasgos cuadrados le
dan aspecto de firmeza. Albert codea indignado a su amigo Max (así se llamaba
de verdad el grandote), que desvía abruptamente la mirada, y las mujeres notan
su presencia.
Albert y Natasha cruzan una mirada
desconfiada. Es obvio que, con una población de unos cien habitantes, todos en
el refugio se conocen entre sí aunque sea de vista. Él, como todo saludo, le
dedica unos gestos burlones, y ella sigue sin abandonar la firmeza de los
suyos.
-¿Venís temprano
para el primer correctivo de la jornada? – Le pregunta Natasha, tratando de
sonar ofensiva sin perder altura.
-Ni idea para
qué me llama el viejo. Pero supongo que vos vendrás para la chupada de medias
cotidiana, ¿no?
-Qué
delicado. ¿Por qué no te hacés echar de una vez, ya que tantas ganas tenés de
morirte de radiación en el mundo exterior?
-¿Y vos, por
qué no te encerrás en un armario con el Supervisor, ya que les gusta tanto la
claustrofobia?
Stone, tosco como su apodo, no alcanza a
captar del todo los sarcasmos, pero se aleja riéndose del cruce de insultos.
Entonces la pelirroja pone una sonrisa forzada y los ubica con un tono de
recepcionista: “El Supervisor ya está esperándolos. Pueden pasar juntos.”
-¿Los dos...
al mismo tiempo?-Pregunta Natasha, más ofendida que asombrada.
-Bueno-
agrega Albert- a lo mejor vamos todos al armario con el viejo, y con una sola
jugada reparte premios y castigos.
La puerta se abre, y deja a Natasha a mitad
de una respuesta ingeniosa que ahora no me acuerdo, pero el que quiera puede
completar en su mente.
En el centro de la Sala de Control está el
Supervisor sentado en su pedestal, literalmente. El asiento es una elevada
cabina de mando: una consola circular que rodea al anciano con palancas y
botones. Uno de ellos está titilando, en un tono que sugiere alarma, y le tiñe
de rojo parte de su barba que, como las tupidas cejas, es blanca desde hace
mucho tiempo.
Al acercarse, y aun desde abajo del
pedestal, Albert y Natasha notan cómo le late la vena de la frente. Cuando
levanta la cabeza, una gota de sudor le corre por la cara.
Algo anda mal.
“Ah, están aquí, bien- suspira- Tenemos un
problema… uno grande”. Los pone al tanto sin rodeos:
-El chip que
controla la purificación de agua dio su último aliento. Está roto. No anda más.
Mientras busca las palabras adecuadas para
seguir, se seca la gota que ya le llegaba casi hasta el mentón. Albert se
adelanta en tono de queja:
-¿Y nos llamó
para que lo arreglemos? ¿O tenemos que ir a buscar otro al depósito?
Natasha lo mira, dejando que se note más la
preocupación que su desprecio:
-Un microchip
potabilizador de agua no puede simplemente “arreglarse”…
- ¿Entonces?
¿Tenemos que “atarlo con alambre”?
El Supervisor recupera la línea de su
discurso. Se nota que lo ha estado estudiando palabra por palabra, aunque sin
el tiempo necesario para decirlo con naturalidad: “El proceso es muy complicado
para improvisar algo. No tenemos otro de repuesto… y no podemos fabricar uno”.
Se genera una pausa incómoda que Albert no resiste:
-Necesitaría
que sea bien claro con esto, porque creo que no termino de entender.
El Supervisor se inclina hacia ellos y
termina de un tirón la parte más difícil de lo que estaba tratando de decir:
“Simplemente, nos estamos quedando sin agua potable: sin agua, no hay Bóveda.
Esto es crucial para nuestra supervivencia. Francamente, creo que ustedes son
nuestra única esperanza”. Esta vez es Natasha la que no quiere entender la
indirecta:
-La
esperanza… ¿para qué?
Albert aclara, empezando a disfrutar la
noticia.
-Nos está
pidiendo que salgamos a buscar otro.
El Supervisor asiente. Ya habiendo soltado lo
más pesado de su pedido, agrega algunas líneas más: “Tienen que encontrar un
Chip de Agua que funcione. Tenemos cuatro o cinco meses antes que nuestras
reservas se agoten –aquí remarca las palabras-NECESITAMOS ese chip. Mi
asistente les dará algunas indicaciones y equipo. Miren… sean cuidadosos, ¿sí?
Inclina de nuevo la cabeza y comienza a
apretar los botones de las consolas. La vena en su frente sigue latiendo de
forma notoria.
Natasha deja la sala en un estado cercano al
shock. Albert, por el contrario, está cada vez más entusiasmado. La pelirroja
vuelve a hablarles, aunque ninguno de los dos, por motivos distintos, la
escucha con total atención.
-Les marcamos
en sus Pip-boys la ubicación de otro refugio, la Bóveda 15. No es lejos, y
parece un excelente lugar para empezar. Hicimos un satisfactorio inventario de
las cosas que les serán útiles en su viaje. El Supervisor autorizó para ustedes
el uso de armas de fuego: primero que nada, deben retirarlas con el Oficial de
Seguridad de la Bóveda.
El Oficial fue menos expeditivo: con orgullo
de macho alfa, se tomó su tiempo para mostrarles de qué armas disponían y cómo
usarlas:
-Una pistola
de 10 mm modelo Colt 6520 de cargador automático, para cada uno. Cada vez que
aprieten el gatillo, el arma se recargará automáticamente hasta que el cargador
esté vacío- Se coloca detrás de Natasha, poniéndole el arma en las manos y
acomodándola en la clásica posición de tiro al blanco, que ella abandona
rápidamente al sentirle el pecho demasiado cerca de su espalda- Cuando quieran
efectuar un único disparo, usen esta potente arma. Y éstas son las balas
correspondientes- Les alcanza municiones y dos cuchillos, pasando un dedo por
el filo de uno y apoyándolo en el pecho de Albert...con más presión de la
necesaria- Además, unos buenos cuchillos de combate.
-¿Y a éstos
dónde hay que apretarlos para que disparen?- pregunta Albert acercándose más al
oficial, fingiendo una ingenuidad exagerada mientras le acaricia los dedos,
suave pero alevosamente, al tomar el cuchillo de la mano de él. Natasha se
sonríe: no le agrada el chiste, pero sí cómo se desconcierta el Oficial de
Seguridad, que no le cae bien a ninguno de los dos.
-Vamos
Albert, no lo confundas al muchacho, todavía tenemos equipo que agarrar.
En una rápida visita a la enfermería, la
Oficial Médica (una veterana no muy convencida de su viaje, que les habla
mirándolos fijo) los revisa y aprueba su salud. Les da un botiquín, con los
medicamentos más efectivos desde la Gran Guerra:
-Estos
Stimpack – explica, mostrándoles unas jeringas metálicas- tienen químicos que,
al inyectarse, estimulan una rápida curación en heridas menores. No son
adictivos, pero… no se los gasten enseguida.
Luego les hace tomar unas pastillas
preventivas contra la radiación, “que ojalá sean innecesarias”, dice la Oficial
Médica, ya que según todas las mediciones la zona está casi libre de los restos
del invierno nuclear (de todas formas, Albert y Natasha hubieran preferido
trajes antiradioactivos, pero ya no los hay y no les saben decir desde cuándo).
Un tipo de piel morena y amplias espaldas
está ahora frente a lo que sería una gran alacena, herméticamente cerrada.
Ascendido al recién formado cargo de “Oficial del Racionamiento de Agua”, les
da algunos alimentos enlatados y unas cantimploras con el logo característico
de la Bóveda 13. Se muestra muy afectado por la situación.
-Debería
darles más para el viaje- se lamenta mientras los abraza- pero tengo que ser de
verdad estricto con esto de la repartija de agua. Buena suerte muchachos,
vuelvan enteros y a tiempo con ese chip…
Albert no necesitó muchas despedidas. Apenas
poner en orden ciertos asuntos pendientes con los más cercanos de su club de
estudios de preguerra, y los minutos suficientes para guardar alguno de sus
tantos objetos históricos como amuleto.
Max “Stone” lo ayuda a elegir entre todos
sus juguetes (“figuras de acción”, según corrige el dueño) y señala uno de los
preferidos: un muñeco rubio y cabezón, vestido con el traje azul y amarillo de
los refugios de Vault-Tec (el logo de la empresa creadora de los Pip-boys, en
una versión coleccionable de plástico). El grandote hubiera preferido compartir
una última partida de juegos de video, pero Albert no quiere alargar más el
momento de empezar el viaje. Su saludo dura tanto como los diversos choques de
manos que tienen como código, y no se destaca por la demostración de afecto,
aunque lo haya.
Natasha, en cambio, demora la separación de
su gente todo lo posible. Familia tradicionalmente unida (de viejas costumbres
de Europa oriental, quizás polacas, tal vez judías) que creció y se multiplicó
en el refugio como una pequeña comunidad dentro de La Comunidad. Sus hermanos,
primos y tíos entienden sin problemas la importancia de su misión, y la cargan
de bendiciones. Sus padres, entre lágrimas y gritos y desgarros de ropa, no
terminan de entender por qué justo su hija debe ser sacrificada (pero, en el
fondo, están orgullosos de que se la reconozca como la elegida). La abuela,
nonagenaria, posiblemente no entienda ni de quién se está despidiendo. Natasha
podría verlos a todos por última vez, pero a ella era lo más probable. La
saludó con mayor dedicación.
Los dos exploradores se reencuentran en el ascensor que los lleva al Primer Nivel.
Viajan en un silencio incómodo, en esquinas opuestas del espacio reducido: ella
revisando el equipo que les han dado, él tecleando los botones de su Pip-boy
2000. Llegan, finalmente, al último pasillo antes de la puerta blindada de la
Bóveda. Albert no deja de sentirse intranquilo a pesar del entusiasmo. Natasha,
mucho más de lo primero y nada de lo segundo.
El Oficial Técnico ingresa el código de
acceso en el ordenador del Primer Nivel. El Supervisor autoriza la apertura
desde su pedestal en el Centro de Mandos. Un operador anónimo, frente a alguna
consola, activa la puerta del corredor. En su cabina de control, el guardia de
turno enciende la sirena. Los exploradores ven abrirse las dos hojas de acero
de la anteúltima puerta, mostrándoles por primera vez el pasillo de entrada,
que termina en un enorme disco metálico con el borde dentado: el ancho
engranaje de dos metros de alto que es la puerta blindada de la Bóveda.
Dan un paso adelante, y Albert golpea un
pequeño casillero en la pared del corredor. De adentro, caen dos bengalas.
-Todo suma…-
dice, tratando de sonreír, aunque su voz apena se escucha por sobre las
sirenas, y sus dientes y rostro se tiñen alternadamente de azul y de rojo con
la luz de las alarmas.
Detrás de ellos, se cierra la puerta del
pasillo. En la mitad del recorrido de los expedicionarios, la pesada compuerta
principal comienza a girar hacia la izquierda, enganchada desde su centro por
las pinzas de un brazo hidráulico que sale desde ese costado para arrastrarla.
Cuando la entrada queda libre, los invade un profundo olor de aire viciado. El
exterior está fuera de foco, pero la visión se acomoda enseguida para ver la
caverna que rodea la entrada del refugio, y una tenue luz muy, muy adelante. Me
gusta pensar que Albert, que acorta inquieto los centímetros que lo separan de
su compañera, la toma instintivamente de la mano. Pero tal vez fue al revés, o
no pasó. Juntos, avanzan sobre el suelo metálico hasta cruzar la entrada
circular, y poner los pies en la verdadera tierra de la cueva.
Están afuera de la Bóveda.
Al dejar atrás el mundo conocido, la
compuerta (marcada en su cara externa con un enorme número “13”) vuelve a
girar, para cerrarse herméticamente a sus espaldas.
[1] “Me
encanta ir a vagar a lo largo de la ruta de la montaña, y mientras voy me encanta cantar, con mi mochila en la
espalda”.
Eres un maestro, Cásper. Me encantó el detalle con que describes todo el refugio, de verdad sentía que estaba jugando al leer todo el relato. Además, amé el toque argentino que le diste a los diálogos. Ya no puedo esperar para seguir con los siguientes capítulos... Excelente trabajo!
ResponderEliminarGracias! Ojalá sigan teniéndote entusiasmado...
EliminarSos un genio Casper, muchas gracias por todo tu contenido. Un abrazo...
ResponderEliminarGracias a vos! Otro abrazo che...
EliminarMe gusta mucho como va lo que lei, tienes para pasarlo en pdf?? Me gustaría tenerla físicamente animo y muchas gracias, rastabilbao@gmail.com
ResponderEliminarHola, recien te leo. Muchas gracias, ojala un dia pueda publicarse. Voy a armar ese .pdf si aun te interesa
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