Pero la entrevista con los Mercaderes de
Agua, su último recurso para abastecer al refugio, debería quedar para el día
siguiente: la noche ya se había adueñado de las calles, y la torre de agua se
levantaba lejos del centro, pasando por el medio de la ciudad hasta una región
apartada, bien al sur. Aun de día les hubiera costaba ubicarse. Y Ian no estaba
con ellos.
Los comercios estaban completamente cerrados,
y la gente rara era la única que se veía dando vueltas. Un hombrecito calvo y
huesudo (“cuantos pelados”, pensó Natasha fugazmente: en el refugio había muy
pocos, y ninguno en su familia. “Quizás por la leve radiación de las Tierras
baldías…”) los seguía chistándolos para que se acerquen. Alejándose de él,
dieron un rodeo para llegar al Halcón Maltés. Albert estaba seguro de su
sentido de la ubicación, pero lo cierto es que dieron vuelta en una esquina
equivocada. Cuando ya era tarde para volver, se dieron cuenta que habían tomado
las calles de la Ciudad Vieja.
Natasha desconfía de la orientación de su
compañero, pero al preguntarle si sabe dónde van, él contesta oblicuamente.
-“En el medio
del camino de la vida, me encontré por una selva oscura, pues la correcta vía
era perdida…”
-Al menos, no
hay fieras en esta “selva”…
No es tan cierto. Las calles no estan libres
de hostilidad: personas idas, quizás drogadas, los miran desde los rincones.
Algún hombre hambriento revisa un montón de basura. Mujeres semidesnudas,
evidentemente prostitutas, se pasean por las esquinas. Los policías, haciendo
un mero acto de presencia, se habían amontonado en la entrada del barrio sin
mirar mucho hacia el interior.
Botellazos, gritos perdidos, risas desquiciadas,
se filtran por las ventanas de las casas, muchas de las cuales son apenas
galpones de chapa.
De repente, un hombre que balbucea frases
incoherentes se les acerca demasiado.
-¡Juguemos a
la guerra mundial, termo-nuclear!- les grita al oído. Espantados, tantean la
primera puerta que tiene a mano y se meten adentro de una casa que se ve
abandonada. Enseguida descubren que no lo está. Oímos entonces acordes de
suspenso.
Detrás de una caja, encorvado en la
penumbra, alguien de voz cascada les suelta, entre toses, una súplica.
-Jóvenes, ¿No
tendrán unas chapas sueltas para un pobre mutante?
Albert ahogó un grito. Natasha agarró
instintivamente el arma. Pero no era más que eso: un pobre, viejo, enfermo y
débil mutante pidiendo limosna.
-Aquí hay unas
chapas si te vienen bien- le responde Albert, soltándole algunas en las manos
huesudas. Natasha, inconscientemente, esconde las suyas detrás de la espalda.
Tenía un solo ojo abierto, vidrioso y
amarillo. Quizás el otro era apenas una cuenca vacía. La piel, ahora verde, se
había quemado y retorcido hasta dejar a la vista pedazos de carne y de hueso.
Un pastizal de pelo amarillento le quedaba, erizado, en la tapa del cráneo, que
quizás fuera realmente pasto que había germinado en la cabeza descarnada. Y era
viejo, muy viejo (aunque ellos aún no supieran cuánto, y francamente él mismo
no lo sabía con certeza).
El mutante les agradeció humildemente, no
sólo por las chapas, sino por el hecho de que se las ofrecieron en las manos:
en general, si alguno de los habitantes de El Eje le daba algo, como mucho se
lo arrojaban desde lo más lejos posible. Si bien luego de la limosna Natasha
propuso buscar cuanto antes el camino de regreso hasta el Halcón Maltés, Albert
estaba demasiado entusiasmado con el encuentro y quería aprovecharlo al máximo.
Le pidió que les cuente su historia. Y a pesar de que Natasha sugirió la
versión corta, el viejo mutante, una vez que podía hacerlo, se tomó todo el
tiempo que quiso para contarla. Se presentó como Harold, y su historia fue más
o menos la siguiente:
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