Al amanecer, Ian los condujo a través de la
ciudad hasta el lugar donde deberían solucionar cualquier problema relacionado
con el elemento vital: las oficinas de los Mercaderes de Agua.
Los mercaderes de agua… qué montón de
buitres sin alma eran realmente. Apropiados desde los tiempos de la fundación
de El Eje de la torre de agua potable (la cual abastecía todo el pueblo, los
alrededores, y diversos puntos alejados a los que llegaban con las caravanas)
su influencia no dejó de extenderse hasta que el resto de las compañías
mercantiles les pudo poner un freno. Pero su ambición no conocía límites, y
gracias a la habilidad de su líder, el magnate Hightower, no dejaban de
acrecentar su poder y su fortuna.
Pero, desde luego, el empresario no aparecía
por las oficinas. Paranoico y desconfiado (por motivos que, como sabemos, no le
faltan) jamás sale de su mansión. Así que los viajeros son recibidos por un
conjunto de empleados despectivos, muy acostumbrados a sentirse los dueños de
la empresa. Cuando los atendieron, una vez aclarado que ellos -“y hablamos por
toda la ciudad al decirlo”- no tenían nada parecido a un chip de agua, les
ofrecieron como alternativa pagar una (nada pequeña) cantidad de chapas por
incluir su localidad en la ruta de caravanas. Para presionarlos aún más, les
dijeron que enseguida podrían tener lista una, que lleve agua al menos para
cien días de abastecimiento: “no más por ahora, somos gente ocupada”.
La oferta es tentadora: un respiro de más de
tres meses alejaría a casi el doble la fecha límite que les remarcó el
Supervisor. Albert se regocijó imaginando la desconfianza del viejo al recibir
la entrega, pero teniendo que tragarse su negación al contacto con el mundo
exterior. Natasha, por otro lado, adivinó la satisfacción de su pequeño clan
familiar sacándose la sed, las tías preparando sus platos tradicionales en las
cocinas comunitarias (cada martes, cuando es su turno semanal) el padre
organizando la limpieza general de sus habitaciones (el quince de cada mes), la
madre bañando a los hermanos más chicos en las duchas colectivas del turno
matutino, justo cuando vuelven de sus clases de educación física… “Si todavía
vive, la abuela debe estar mugrienta”, piensa.
Seguramente algo de eso notaron los
Mercaderes (¡Ah, rápidos como culebras para reconocer las necesidades de la
gente desesperada!) porque aprovecharon su ventaja. “El bienestar de los seres
queridos no tiene precio”, sugieren. Seguro habría cosas de valor que trocar en
su lugar de origen. Sólo tenían que abonar un adelanto e indicarles el
destino…y al decirlo, extienden frente a ellos el mapa actualizado de las rutas
de comercio que partían desde El Eje.
Los viajeros calculan la distancia
recorrida, y los Mercaderes de Agua comienzan a asentarla en sus registros para
redondear el presupuesto. Siguieron especulando con el precio del encargo,
hasta que los habitantes de la Bóveda 13 aclararon que su refugio quedaba en
las montañas del noroeste. Entonces las anotaciones terminan abruptamente.
-Imposible-
determina uno, visiblemente alterado- Esa zona no es para nada segura. Se han
perdido demasiadas caravanas en las montañas, sin que se aclare la causa. Hasta
que ese misterio se resuelva, no pensamos mandar nada fuera de las rutas
establecidas.
Desde luego, era una estrategia de mercado:
no siendo ellos los que arriesgaban su vida cruzando el desierto, sólo era
cuestión de poner precio a las vidas de los guardias y las brahmins
involucradas; con un justificativo verosímil, podían sacar la mayor cifra
posible del el bolsillo del cliente. Y la cifra era grande. Exorbitante. Miles
de chapas que no tenían encima, y que no podrían conseguir… al menos no sin
sacrificios. No hizo falta que reconozcan su pobreza.
-Consigan
esas chapas y vuelvan- les aconsejó con frialdad un mercader detrás del
escritorio, pasando sus dedos por el mapa- Todos necesitan agua, y todos
terminan dependiendo de nosotros. De Pueblochatarra hasta Adytum. Incluso esos
desquiciados de la Hermandad de Acero suelen encargar envíos de nuestra torre.
Todos. Excepto tal vez esos mutantes de Necrópolis, que de alguna manera
repulsiva se las están arreglando sin nosotros… si quieren agua gratis, váyanse
a vivir con los fenómenos. Nuestro precio es éste.
Los nombres de los asentamientos se agolpan
en las cabezas de Albert y Natasha, ya saturadas de datos. Los días, las
chapas, las distancias. Demasiada información junta, y demasiado desequilibrada
la balanza de la negociación. Pero los habitantes del refugio no se decidían a
concretar el trato. ¿Cómo reunir esa cifra de varios ceros?
Ian, que estaba contemplando sin intervenir,
se adelanta para sacarlos del trance hipnótico en que los envolvían las lenguas
viperinas de los Mercaderes de Agua. Los toma del brazo y les lanza a los
comerciantes un seco “Gracias por la oferta, vamos a pensarlo” o alguna de esas
frases que decimos para huir de un negocio donde probablemente no compremos
nada.
Ya fuera, se alejan de la oficina de los
mercaderes para pensar con sangre fría. El clima era mucho más que
desesperanzador. No me acuerdo bien la escena, pero me gusta imaginar que se
sientan en un cordón de la vereda, al borde de la amplia avenida que muere ahí,
en la frontera sur de El Eje. Sin transeúntes la mayor parte del tiempo, al
mediodía es por lejos la zona más desierta de la ciudad. No hay viviendas,
casi, apenas unos edificios solemnes. Y la torre de agua: omnipresente,
silenciosa, negando hasta su sombra al asfalto seco, cubierto de polvo. Natasha
estaría con la cabeza inclinada, cubriéndose la cara con el pelo, pero no
llorando, sólo acariciando a Albóndiga, sin verlo. Ian, sin segundas
intenciones, quizás arriesgase a su vez una caricia de consuelo, que empiece en
el lomo del perro y siga por la mano de Natasha hasta apoyarse sobre el hombro
de ella. Albert podría estar alrededor caminando pensativamente, midiendo las
posibilidades.
Caravanas impagables y caravanas perdidas en
las montañas del refugio 13. El refugio 15 destruido, inservible, y también
inservible ese refugio 12, misterioso, que mencionaba el holodisco.
Pero allí, a la vista, la mole de la torre de
agua. “Si la montaña no va a Mahoma…” se susurra a sí mismo.
Por
primera vez pasa fugazmente por su cabeza la idea, antes inconcebible, de
arrastrar fuera a la gente de la Bóveda, a través de animales mutantes,
radiación y piratas del desierto, para darles de beber, para bañarlos en esa
agua cruel e inamovible. Otras ciudades se habrán fundado así, buscando el
agua. Cuántas habrá allá afuera. Sólo en esa mañana se mencionaron varias. La
idea se aleja, por ahora: unas campanas próximas lo distraen de las
especulaciones.
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