Algo así como un templo se levantaba en una
esquina de ese barrio. Al frente, unos estandartes morados se mueven en el
viento calmo del mediodía, mostrando un símbolo distinto del de cualquier
religión registrada en los archivos del refugio (un círculo amarillo con tres
triángulos en su interior, cuyas puntas se tocan en el centro). Albert corta el
clima abatido que domina a sus compañeros, y llama a Ian sin dejar de mirar los
estandartes. Ian retira la mano del hombro de Natasha, que se incorpora
lentamente, como despertando. Albert le suelta la pregunta:
-¿Qué lugar
es éste?
Ian no sabe qué responder. Reconoce, sí, el
edificio… pero la última vez que él estuvo allí pertenecía a una compañía de
caravanas de dudosa seriedad: “Caravanas Carmesí”, la empresa que se aventuraba
en viajes que nadie más quería hacer. Él había realizado la mayoría de sus
trabajos para ellos. Ahora, el ambiente pacífico que envolvía esa esquina le
era extraño. Albert los deja solos y entra, tratando de que la puerta no cruja
demasiado.
El lugar se ve más grande desde adentro. Es
básicamente una sala amplia, con pocas puertas a un costado, largos bancos de
madera dispersos y una tarima al fondo. Entre los bancos, sobre el suelo
encerado, unos hombres acostados boca arriba se quejan entre murmullos. Ninguno
presta atención al recién llegado. Sobre la tarima, detrás de un púlpito con el
mismo signo de los estandartes tallado al frente, un hombre calvo y entrado en
años repasa unos papeles. Por sus ropas (un overol blanco con muchos bolsillos)
y diversos instrumentos que llevaba colgando, parece más un científico que un
sacerdote. Pero, así y todo, trasmite la paz de las personas devotas. En un
rincón, un hombre rudo bosteza por el tedio. Cuando está seguro que el hombre
del overol no lo ve, se rasca alevosamente la entrepierna. Albert decide
dirigirse a él para sacarse las dudas, ya que al hacerlo no creía interrumpirle
un trance muy profundo.
El guardia- uno de los tantos mercenarios
que se consiguen fácilmente en esa ciudad enorme- no le respondió mucho.
Mirando de reojo por si el hombre del púlpito estaba escuchando, le aclaró en
pocas frases que sí, que estaban en la iglesia de alguna clase de religión “de
la cual no hay que comerse una palabra”, pero que también funcionaba como un
hospital. El único en actividades de toda la ciudad. Los murmullos finalmente
llamaron la atención del pelado que, según la información del desagradable
guardia, se entendía que era el jefe médico de ese extraño hospital. El doctor
clavó los ojos en Albert, y el guardia se excusó sin mucha cortesía, volviendo
a callarse en su rincón “porque al jefe no le gusta que hable en el trabajo”.
Para no dejar una mala impresión al anciano,
el habitante del refugio inclinó levemente su cabeza, y se acercó hacia el
púlpito con una sincera actitud de respeto.
Fuera de Katrina, en Arenas Sombreadas, esta
fue la primera persona de la que Albert sintió una recibida pacífica, sin
desconfianza ni recelo ante un desconocido. El hombre se presentó efectivamente
como “un sanador, que encontró el lugar para ofrecer sus artes a la humanidad”.
Le informó que estaban ahora en “uno de los hospitales de los Hijos de la
Catedral, el culto que reverenciaba a la Flama Sagrada, y la Unidad que su
poder le ofrecía al mundo”.
-¿Esa
Catedral dónde queda específicamente? ¿Y qué supone esa Unidad? ¿Y la Flama
Sagrada...?
El médico lo interrumpe: “Los asuntos
teológicos me exceden, caballero. Otros podrán guiarte mejor en esas
discusiones. La sacerdotisa mayor de esta iglesia está en su despacho, aunque
no le gusta ser interrumpida. Y yo debo regresar ahora a mis quehaceres.”
Sin más explicaciones, se dedicó a revisar a
sus pacientes, los devotos acostados en el piso, a medio camino entre la
convalecencia y el delirio místico.
A Albert todos los términos religiosos le
sonaban vacíos, aunque en el refugio había leído algo sobre los cultos de antes
de la Gran Guerra. De ellos, sabía que ninguno había podido evitar el desastre
nuclear y que en general habían derivado, a través de los siglos, en organizaciones
corruptas y ambiciosas. Pero alrededor suyo la paz del hospital no dejaba de
sentirse real, palpable. “Quizás algunas cosas hayan mejorado finalmente
después de la aniquilación casi total de los seres humanos. Quizás de las
cenizas del viejo mundo todavía podían surgir cosas buenas. Quizás.”
Dejándose llevar por un impulso, se sienta
en un banco a rezar, como alguna vez vio en los archivos de la Bóveda 13. Cerró
los ojos e inclinó el mentón sobre el pecho. No formuló ninguna oración, desde
luego. Ignora todo sobre los ritos del dios de esa iglesia, y en verdad sobre
cualquier otro (la formación en el refugio era fundamentalmente agnóstica,
excepto algunos ritos desdibujados como los que practicaba la familia de
Natasha). No fue un rezo, en todo caso algo más cercano a la meditación. En
silencio, bañado por la luz cálida de la primera hora de la tarde[1], dejó que
su mente analizara la situación, sin pedir la ayuda de ningún ser superior para
resolver su problema… pero sin dejar de agradecerla si venía. Algo, cierta
clase de respuesta, le llegó finalmente.
Se dejó llevar por una cosa parecida a la
intuición hasta una puerta que, luego de recorrer la sala con la vista, sintió
que era la que debía golpear. De todas formas, sin esperar permiso, la abrió y
entró con paso decidido.
Era, como esperaba, el despacho de los
sacerdotes a cargo del hospital. Adentro, una mujer madura, pero no avejentada,
trabajaba sobre su escritorio. Otro guardia, más solemne que el anterior, se
adelantó desde un rincón. La mujer, encapuchada bajo un hábito dorado y
violeta, estiró una de sus manos, envueltas en las amplias mangas de la túnica,
indicándole suave pero firmemente que se tranquilice.
-¿Por qué
interrumpe usted el trabajo de un Niño de la Catedral?- le pregunta con
sequedad- Responda con cuidado…
Albert habla sin tener bien claro lo que
quiere: le explica que necesita saber más sobre ese culto. Que precisa ayuda e
información, y no había visto ningún folletín o panfleto a mano.
El gesto de la mujer, en sombras bajo la
capucha, se oscurece aún más por sus palabras.
-Si viene
usted a burlarse, ya mismo podemos indicarle la puerta de salida.
Su guardia comienza a arremangarse, pero
Albert se disculpa con rapidez.
Humildemente, le cuenta que la suya es una búsqueda de conocimiento, y
que tenía la esperanza de hallarlo en ese lugar.
La respuesta complace a la sacerdotisa, que
accede con más amabilidad a responderle su consulta. Así, Albert se entera de
los principios básicos de la religión más difundida después de la Guerra.
“La Flama Sagrada es una guía para el
renacimiento del planeta. Nosotros somos sus Hijos, y llevamos su plan
adelante: Sanar el mundo de sus heridas, viejas y nuevas, físicas y
espirituales. Ofrecemos una resolución pacífica a los conflictos del mundo… y
desde luego, podemos usar tu ayuda”.
Albert no encuentra las palabras de la
sacerdotisa ni complacientes ni vacías: había un tono severo pero convencido en
su discurso. Le hablaba sin soberbia ni hipocresía: le compartía una mirada superadora
a todas las miserias que veía desde que salió del refugio, y de las que había
leído en los registros de tiempos pasados. El deseo de ser parte de algo grande
y puro fue creciendo en él. Le habló de su búsqueda de respuestas, y le
preguntó su opinión sobre El Eje y sus habitantes.
Ella le dijo que esa, como todas las
ciudades, tenía “una gran falta de moral, pero gracias al trabajo constante de
su hospital, terminará abrazando la de la Catedral”.
-Ciertamente,
no he visto mucha moral en mis viajes… ¿Y cómo se resolverían los conflictos
entre toda esa gente perdida?
-La Unidad,
es la meta final de la Flama Sagrada. Algunos mercaderes (corruptos, que miden
a los demás con su propia vara) piensan que Morfeo, nuestro líder, quien nos
dirige desde la Catedral, ansía para sí tesoros y poder. Nada más falso: la
Unidad simboliza el trato igualitario para todos, sin importar la raza, la
clase social e incluso la especie…
Albert se interesa particularmente en ese
punto. Los Necrófagos, el terrible destino de los humanos desfigurados, es una
de las últimas sorpresas que encontró en El Eje. Según el propio Harold, casi
nadie los trata con misericordia.
-¿Qué puede
decirme de los mutantes? ¿Son seres peligrosos, eh… Hermana?
-Puede
decirme Madre, hijo. Madre Jain- La religiosa reflexiona un momento y responde
sin alterarse- Los mutantes están bendecidos por sus cicatrices, deben
llevarlas con orgullo porque testifican la Gran Guerra, que nos dio la
oportunidad de borrar las impurezas del pasado. No debes temerles. Mirando
adelante, todos tendrán oportunidad de sumarse a nuestra causa si desean sanar.
¿Estás interesado en convertirte a nuestra Fe...?
Albert alega desconocer todo al respecto de
sus dioses, y la “Madre Jain” lo invita a familiarizarse más en sus creencias:
“No hay Dios ni Amo, salvo la Flama Sagrada:
un Maestro que ilumina a sus Hijos, pero es el Maestro de todos nosotros.
Aunque muchos creen que seguimos una divinidad oscura y vengativa, se equivocan
¡la Flama Sagrada es la Santidad misma, y su voluntad es dar un renacimiento a
todo el mundo!”.
Albert empieza a notar que las respuestas
vuelven todas al mismo punto, y deja de indagar. Mente, espíritu o lo que
fuera, algo se le había aclarado en ese templo.
Cuando
sale a buscar a sus amigos, luego de despedirse respetuosamente de la Madre
Jain, ya tiene una decisión tomada.
[1]En inglés debería decir “afternoon” (seguramente en Italia se habría
traducido como “pomeriggio”). La idea es ese momento de la tarde inmediato al
mediodía: lo que en buen criollo latinoamericano sería “la hora de la siesta”.
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