CAPÍTULO 27: “Los Hijos de la Catedral”

   Algo así como un templo se levantaba en una esquina de ese barrio. Al frente, unos estandartes morados se mueven en el viento calmo del mediodía, mostrando un símbolo distinto del de cualquier religión registrada en los archivos del refugio (un círculo amarillo con tres triángulos en su interior, cuyas puntas se tocan en el centro). Albert corta el clima abatido que domina a sus compañeros, y llama a Ian sin dejar de mirar los estandartes. Ian retira la mano del hombro de Natasha, que se incorpora lentamente, como despertando. Albert le suelta la pregunta:
-¿Qué lugar es éste?
   Ian no sabe qué responder. Reconoce, sí, el edificio… pero la última vez que él estuvo allí pertenecía a una compañía de caravanas de dudosa seriedad: “Caravanas Carmesí”, la empresa que se aventuraba en viajes que nadie más quería hacer. Él había realizado la mayoría de sus trabajos para ellos. Ahora, el ambiente pacífico que envolvía esa esquina le era extraño. Albert los deja solos y entra, tratando de que la puerta no cruja demasiado.
 
   El lugar se ve más grande desde adentro. Es básicamente una sala amplia, con pocas puertas a un costado, largos bancos de madera dispersos y una tarima al fondo. Entre los bancos, sobre el suelo encerado, unos hombres acostados boca arriba se quejan entre murmullos. Ninguno presta atención al recién llegado. Sobre la tarima, detrás de un púlpito con el mismo signo de los estandartes tallado al frente, un hombre calvo y entrado en años repasa unos papeles. Por sus ropas (un overol blanco con muchos bolsillos) y diversos instrumentos que llevaba colgando, parece más un científico que un sacerdote. Pero, así y todo, trasmite la paz de las personas devotas. En un rincón, un hombre rudo bosteza por el tedio. Cuando está seguro que el hombre del overol no lo ve, se rasca alevosamente la entrepierna. Albert decide dirigirse a él para sacarse las dudas, ya que al hacerlo no creía interrumpirle un trance muy profundo.
   El guardia- uno de los tantos mercenarios que se consiguen fácilmente en esa ciudad enorme- no le respondió mucho. Mirando de reojo por si el hombre del púlpito estaba escuchando, le aclaró en pocas frases que sí, que estaban en la iglesia de alguna clase de religión “de la cual no hay que comerse una palabra”, pero que también funcionaba como un hospital. El único en actividades de toda la ciudad. Los murmullos finalmente llamaron la atención del pelado que, según la información del desagradable guardia, se entendía que era el jefe médico de ese extraño hospital. El doctor clavó los ojos en Albert, y el guardia se excusó sin mucha cortesía, volviendo a callarse en su rincón “porque al jefe no le gusta que hable en el trabajo”.
   Para no dejar una mala impresión al anciano, el habitante del refugio inclinó levemente su cabeza, y se acercó hacia el púlpito con una sincera actitud de respeto.
   Fuera de Katrina, en Arenas Sombreadas, esta fue la primera persona de la que Albert sintió una recibida pacífica, sin desconfianza ni recelo ante un desconocido. El hombre se presentó efectivamente como “un sanador, que encontró el lugar para ofrecer sus artes a la humanidad”. Le informó que estaban ahora en “uno de los hospitales de los Hijos de la Catedral, el culto que reverenciaba a la Flama Sagrada, y la Unidad que su poder le ofrecía al mundo”.
-¿Esa Catedral dónde queda específicamente? ¿Y qué supone esa Unidad? ¿Y la Flama Sagrada...?
  El médico lo interrumpe: “Los asuntos teológicos me exceden, caballero. Otros podrán guiarte mejor en esas discusiones. La sacerdotisa mayor de esta iglesia está en su despacho, aunque no le gusta ser interrumpida. Y yo debo regresar ahora a mis quehaceres.”
   Sin más explicaciones, se dedicó a revisar a sus pacientes, los devotos acostados en el piso, a medio camino entre la convalecencia y el delirio místico.
   A Albert todos los términos religiosos le sonaban vacíos, aunque en el refugio había leído algo sobre los cultos de antes de la Gran Guerra. De ellos, sabía que ninguno había podido evitar el desastre nuclear y que en general habían derivado, a través de los siglos, en organizaciones corruptas y ambiciosas. Pero alrededor suyo la paz del hospital no dejaba de sentirse real, palpable. “Quizás algunas cosas hayan mejorado finalmente después de la aniquilación casi total de los seres humanos. Quizás de las cenizas del viejo mundo todavía podían surgir cosas buenas. Quizás.”
   Dejándose llevar por un impulso, se sienta en un banco a rezar, como alguna vez vio en los archivos de la Bóveda 13. Cerró los ojos e inclinó el mentón sobre el pecho. No formuló ninguna oración, desde luego. Ignora todo sobre los ritos del dios de esa iglesia, y en verdad sobre cualquier otro (la formación en el refugio era fundamentalmente agnóstica, excepto algunos ritos desdibujados como los que practicaba la familia de Natasha). No fue un rezo, en todo caso algo más cercano a la meditación. En silencio, bañado por la luz cálida de la primera hora de la tarde[1], dejó que su mente analizara la situación, sin pedir la ayuda de ningún ser superior para resolver su problema… pero sin dejar de agradecerla si venía. Algo, cierta clase de respuesta, le llegó finalmente.
   Se dejó llevar por una cosa parecida a la intuición hasta una puerta que, luego de recorrer la sala con la vista, sintió que era la que debía golpear. De todas formas, sin esperar permiso, la abrió y entró con paso decidido.
  Era, como esperaba, el despacho de los sacerdotes a cargo del hospital. Adentro, una mujer madura, pero no avejentada, trabajaba sobre su escritorio. Otro guardia, más solemne que el anterior, se adelantó desde un rincón. La mujer, encapuchada bajo un hábito dorado y violeta, estiró una de sus manos, envueltas en las amplias mangas de la túnica, indicándole suave pero firmemente que se tranquilice.
-¿Por qué interrumpe usted el trabajo de un Niño de la Catedral?- le pregunta con sequedad- Responda con cuidado…
   Albert habla sin tener bien claro lo que quiere: le explica que necesita saber más sobre ese culto. Que precisa ayuda e información, y no había visto ningún folletín o panfleto a mano.
   El gesto de la mujer, en sombras bajo la capucha, se oscurece aún más por sus palabras.
-Si viene usted a burlarse, ya mismo podemos indicarle la puerta de salida.
 Su guardia comienza a arremangarse, pero Albert se disculpa con rapidez.  Humildemente, le cuenta que la suya es una búsqueda de conocimiento, y que tenía la esperanza de hallarlo en ese lugar.
   La respuesta complace a la sacerdotisa, que accede con más amabilidad a responderle su consulta. Así, Albert se entera de los principios básicos de la religión más difundida después de la Guerra.
   “La Flama Sagrada es una guía para el renacimiento del planeta. Nosotros somos sus Hijos, y llevamos su plan adelante: Sanar el mundo de sus heridas, viejas y nuevas, físicas y espirituales. Ofrecemos una resolución pacífica a los conflictos del mundo… y desde luego, podemos usar tu ayuda”.
  Albert no encuentra las palabras de la sacerdotisa ni complacientes ni vacías: había un tono severo pero convencido en su discurso. Le hablaba sin soberbia ni hipocresía: le compartía una mirada superadora a todas las miserias que veía desde que salió del refugio, y de las que había leído en los registros de tiempos pasados. El deseo de ser parte de algo grande y puro fue creciendo en él. Le habló de su búsqueda de respuestas, y le preguntó su opinión sobre El Eje y sus habitantes.
   Ella le dijo que esa, como todas las ciudades, tenía “una gran falta de moral, pero gracias al trabajo constante de su hospital, terminará abrazando la de la Catedral”.
-Ciertamente, no he visto mucha moral en mis viajes… ¿Y cómo se resolverían los conflictos entre toda esa gente perdida?
-La Unidad, es la meta final de la Flama Sagrada. Algunos mercaderes (corruptos, que miden a los demás con su propia vara) piensan que Morfeo, nuestro líder, quien nos dirige desde la Catedral, ansía para sí tesoros y poder. Nada más falso: la Unidad simboliza el trato igualitario para todos, sin importar la raza, la clase social e incluso la especie…
   Albert se interesa particularmente en ese punto. Los Necrófagos, el terrible destino de los humanos desfigurados, es una de las últimas sorpresas que encontró en El Eje. Según el propio Harold, casi nadie los trata con misericordia. 
-¿Qué puede decirme de los mutantes? ¿Son seres peligrosos, eh… Hermana?
-Puede decirme Madre, hijo. Madre Jain- La religiosa reflexiona un momento y responde sin alterarse- Los mutantes están bendecidos por sus cicatrices, deben llevarlas con orgullo porque testifican la Gran Guerra, que nos dio la oportunidad de borrar las impurezas del pasado. No debes temerles. Mirando adelante, todos tendrán oportunidad de sumarse a nuestra causa si desean sanar. ¿Estás interesado en convertirte a nuestra Fe...?
   Albert alega desconocer todo al respecto de sus dioses, y la “Madre Jain” lo invita a familiarizarse más en sus creencias:
   “No hay Dios ni Amo, salvo la Flama Sagrada: un Maestro que ilumina a sus Hijos, pero es el Maestro de todos nosotros. Aunque muchos creen que seguimos una divinidad oscura y vengativa, se equivocan ¡la Flama Sagrada es la Santidad misma, y su voluntad es dar un renacimiento a todo el mundo!”.
   Albert empieza a notar que las respuestas vuelven todas al mismo punto, y deja de indagar. Mente, espíritu o lo que fuera, algo se le había aclarado en ese templo.
   Cuando sale a buscar a sus amigos, luego de despedirse respetuosamente de la Madre Jain, ya tiene una decisión tomada.



[1]En inglés debería decir “afternoon” (seguramente en Italia se habría traducido como “pomeriggio”). La idea es ese momento de la tarde inmediato al mediodía: lo que en buen criollo latinoamericano sería “la hora de la siesta”.  

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