CAPÍTULO 29: “Crimson Caravans”

   El hombre que atendía las “Caravanas Carmesí” era un viejo entusiasta, que junto con su hija manejaba el negocio de manera poco convencional. Demetrio, tal era su nombre, se saludó larga y ruidosamente con Ian, quien, como creo que ya se dijo, había realizado para ellos varios trabajos. Como él sospechaba, ante la crisis de los viajes comerciales esta compañía temeraria había incorporado a Necrópolis en su ruta, y era ahora uno de sus destinos exclusivos. Entre exclamaciones e insultos de alegría, los inscribieron para la próxima partida hacia la ciudad de los espectros. En “tres putos días”, según él, debían volver a hablar con Keri, su hija, que los sumaría a la caravana que fuera para allá.
   Pasaron el tiempo alejándose lo más posible del centro, porque las cercanías del Halcón Maltés les recordaban su incumplido trabajo para el hampa. Incursionaron nuevamente en la Ciudad Vieja, de día y acompañados por Ian, para que conozca a Harold el necrófago. Ian quería saber a qué tipo de seres se iban a enfrentar. Encontraron la casa fácilmente, pues el loco de la última vez (quizás el único amigo que tuviera el viejo mutante) seguía rondando la puerta. Pasaron a saludarlo, luego de escuchar algunas de las incoherencias del demente.
  Natasha intentó congraciarse con Harold, aunque su buena voluntad chocó con la incontrolable repulsión que le generaba. Pero Albert pudo aprovechar algo más de su sabiduría, preguntando detalles de sus viajes y de la gente de El Eje. Por unas pocas chapas, supo de un Círculo de Ladrones que se escondía en alguna parte de la Ciudad Vieja. Además, sumó otros rumores al mito de la Garra Mortal: el loco que los recibió en la entrada sería el único que la habría visto y seguía con vida… aunque irremediablemente trastornado (y, por lo tanto, un testigo difícil de interrogar para cualquier investigador). De boca del anciano, Albert también recibió una tardía advertencia sobre hacer negocios con Decker: “problemas, sólo problemas” opinó, entre toses, sobre el mafioso. y finalmente un consejo sobre las religiones, cuando le preguntó sobre los Hijos de la Catedral:
“Todas las religiones pasan… yo vi ir y venir unas cuantas. Ojalá ésta también pase, y pronto…”
   Albert no comprendió la desconfianza de Harold sobre ellos. Más tarde, su intento por mostrarles a sus amigos la paz de la Catedral no terminó muy bien. Natasha, empleando los esquemas racionalistas aprendidos en el refugio (al igual que muchas veces con sus familiares creyentes) se ganó la antipatía de la Madre Jain al discutir con ella sobre teología, y a Ian el médico y su guardaespaldas tuvieron que echarlo de la nave del templo cuando lo descubrieron explorando un cuarto, cuya cerradura no detuvo su curiosidad por ver qué tenía adentro.
   Albert, avergonzado, se disculpó con los Hijos de la Catedral por el comportamiento de sus amigos, ya que esos religiosos (a pesar de la desconfianza de Harold, el escepticismo de Natasha y la irrespetuosidad de Ian) a él seguían transmitiéndole la misma sensación de bienestar.
   Para congraciarse, aceptó el ofrecimiento del doctor de hacerse una revisión médica (gratuita, por otra parte) con la cual asegurarse de que su reciente herida de lanza estuviera sanando bien. Durante el minucioso examen, pudo notar la dedicación que los Hijos de la Catedral podían dar a sus pacientes, muy diferentes a los descuidados procedimientos de Morbid, y a la bienintencionada pero escasa de recursos tarea de Razlo. La Catedral tenía cierta tecnología recuperada de la pre-guerra que ponían al servicio de su misión religiosreligiosa; después de un análisis de sangre, unas cuantas pastillas y un vendaje nuevo, se sintió preparado para empezar cualquier viaje por las Tierras Baldías.

…………………………

   A medida que se acercaba su partida, los rumores de caravanas desaparecidas se intensificaban por toda la ciudad. Los mercaderes que regresaban de sus viajes, agradeciendo la fortuna de haber vuelto a salvo, besaban el asfalto y se entregaban a los vicios del Halcón Maltés, derrochando chapas para reponerse de la tensión del viaje. O bien, se entregaban a una silenciosa gratitud devota en los bancos del hospital de los Hijos de la Catedral.
   Mientras, los peces gordos del Consejo Central de los mercaderes de El Eje se desesperaban repartiendo culpas y responsabilidades. El clima no podía ser más adverso para salir de la ciudad, porque la sensación de desprotección en la intemperie se profundizaba con cada relato de los viajeros asustados, y cada charla entre los vecinos paranoicos.  
   Pero finalmente llegó el momento de partir. Atardecía, y Albert y Natasha, con Albóndiga siguiéndolos, se presentan antes de tiempo, por la ansiedad, a la cita con las Caravanas Carmesí. Ian, que había estado curiosamente serio los últimos días, no apareció temprano. Tampoco apareció puntualmente. De hecho, ni siquiera apareció tarde, pero los habitantes de la Bóveda no se inquietaron todavía: él debía saber mejor que ellos el momento justo para dar el presente. Y ninguno de los otros miembros de la caravana se veía muy responsable. Recién cuando los entusiastas mercaderes de la compañía comenzaron a acomodar el cargamento en las Brahmins, se empezaron a preocupar: al ver que los otros guardias ya estaban alistándose, decidieron que la demora pasaba de lo normal. Pidieron un momento a  Keri (una muchacha bastante dura que organizaba a los gritos la partida), y repasaron los lugares donde podía estar su amigo. Sin mucha duda, se decidieron por revisar el Halcón maltés, sitio que, a pesar de las protestas de Ian, estuvieron evitando hasta el momento.
   Entraron tratando de  no llamar la atención, y lo encontraron ya medio borracho, charlando con unos mercaderes recién llegados desde la Hermandad de Acero, que comentaban sobre la ridícula disciplina militar de esa gente extraña, y su imponente tecnología. Ian preguntaba cada detalle, y los mercaderes, derrochando buena parte de sus ganancias en el frenesí del regreso exitoso, invitaban a todos los curiosos a sumarse a la ronda de tragos. Albert y Natasha notaron a Kane, la mano derecha de Decker, en su rincón junto a la puerta prohibida. Por un instante, cruzó con ellos su mirada inexpresiva. Se concentraron en llevarse a Ian de allí, y de mala manera lo arrastraron fuera del grupo de mercaderes alegres, reprochándole por lo bajo su conducta tan estúpida. 
   Entonces, antes de llegar a la puerta, Natasha siente el golpe en el hombro. Una mano firme la tomaba, sin violencia, pero con mucha fuerza.
-Nuestro jefe está perdiendo la paciencia… hasta donde sabemos, el trabajo que les pidió sigue inconcluso- les advierte Kane- Si piensan que su compromiso puede deshacerse, se equivocan mucho…
   Ian se recompone un poco y le aparta la mano del hombro de Natasha, con un manotazo torpe. Albóndiga ladra. El resto del lugar sigue en movimiento, pero el grupo de viajeros queda en silencio un momento, expectante, conteniendo el aliento. Kane reprime el impulso de golpearlo, y prefiere reírse de la inestabilidad del borracho. El clima animado acompaña la burla, pero Kane vuelve a su gesto sombrío. Les aclara que “el jefe espera resultados sin demora, o va a haber problemas”. No mencionó nada sobre las Caravanas Carmesí, pero tampoco hizo falta. “No los quiero ver de nuevo si no traen buenas noticias”, los amenaza abiertamente. “Ese es el plan, imbécil” piensa Natasha, mientras se alejan arrastrando a Ian.
   Lo cierto es que la caravana tardó todavía bastante en estar lista, y aunque Ian no recuperó la sobriedad del todo, a la hora de partir estaba perfectamente a tono con el resto: casi todos los guardias estaban medio borrachos, o estimulados con alguna clase de narcótico, algunos incluso en un nivel de excitación libidinosa que rozaba con el descontrol hormonal adolescente. Las conversaciones (groseras, provocativas, alegres o de cualquier tipo) solían ser demasiado entusiastas o incluso incoherentes. Albert y Natasha entienden entonces qué pasa con esa compañía: hasta sus guardias tienen miedo de partir. Viajar por esas rutas no sólo es desaconsejable, es una operación kamikaze.  Las caras y las voces se esforzaban en mostrar una seguridad que no sentían, y si bien no tenían filtro en cuanto a sus bromas, había temas que se evitaban de plano. Uno de los viajeros había razonado: “La actitud temeraria de las Caravanas Carmesí se sostiene si no se piensa demasiado en el asunto. Si no se piensa demasiado. Si no se piensa”.

   Con esa premisa, los habitantes de la Bóveda 13 vacían sus mentes de todo menos de la esperanza de completar su cruzada. Recargan sus armas, ajustan sus corazas y se mezclan con la ruidosa compañía.

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