La compuerta metálica estaba abierta,
seguramente desde hace mucho tiempo y para siempre. Natasha no lo sabía, pero
en realidad nunca se había llegado a cerrar: esa falla había dejado entrar la
radiación, y convertido a sus habitantes en los lastimeros necrófagos que ya
conocemos. Tampoco las paredes, ni los pisos ni los muebles del interior habían
resistido bien el avance del aire corrosivo, y cada superficie metálica
mostraba un parejo tono ocre.
Ya
desde la entrada del túnel, aún a varios metros de la Bóveda, Natasha se siente
en terreno familiar. Todos los refugios de Vault-Tek tenían una construcción
estándar. Así que ella se pudo imaginar, más allá de la puerta, el pasillo que
seguía hasta el ascensor; éste, si funcionaba aún, la podría dejar en el último
piso. Allí, después de atravesar algunas puertas automáticas, encontraría las
consolas del Centro de Mandos.
Pensemos que, cerrando los ojos, se figura
mentalmente una de las consolas que llevan la placa metálica con el
inconfundible logo de Vault-Teck, sobre el que titilan unos cuantos botones
azules y rojos, y unos monitores verdes que brillan a través del polvo… con su
imaginación, atraviesa el exterior de la consola y, detrás de las pantallas,
adivina los tubos de vacío que filtran haces anaranjados entre las rejillas
oxidadas que los protegen. Pasando esas rejillas, más adentro de la carcasa,
habrá transistores y cables enredados que lanzan chispazos amarillos; en el
núcleo de la máquina, todos esos destellos se reflejan en la superficie de la
pieza fundamental: una simple planchuela de cobre no más larga que un brazo,
con unas pocas válvulas de vidrio… apenas un puñado de circuitos y un manojo de
cables: el invaluable chip purificador de agua.
Si este refugio fuera como el 13, entonces
podría llegar hasta allí sin siquiera abrir los ojos, y tomar ese objeto
brillante que vino a buscar. Pero en la realidad, levanta los párpados y otro
resplandor, no colorido sino pálido, comienza a moverse hacia ella a desde los
rincones del túnel.
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