CAPÍTULO 34: “túneles y laberintos”

   Luego de recibir las indicaciones de los espectros exiliados en las cloacas, los viajeros recorren las alcantarillas de Necrópolis tropezando con todo tipo de desechos.
   Cuentan los recodos, las bocacalles y las escaleras de mano que se adivinan en la penumbra, buscando la que les indicaron para salir a la superficie. “Cualquier boca de alcantarilla podría ser una salida a la nada misma, a la puerta del ayuntamiento, o a una banda de necrófagos de Set” les habían advertido. Prefieren no equivocarse al abrir la que les parece correcta.
   Pero, por ahora, avanzan tratando de ser rápidos y silenciosos: también les han advertido sobre las ratas espantosas que abundan en todo el lugar. Ya han matado algunas en el trayecto, de tamaño corriente, pero saben que las hay mucho, mucho más grandes.
   Las que finalmente encuentran son enormes, casi como un escorpión rad. Albóndiga, al cruzar un charco de agua inmunda, se detiene oliendo hacia adelante. Gruñe, y eriza el lomo: desde el fondo de un túnel cubierto de huesos, especialmente mugriento, salen varios roedores ya conocidos, y tres o cuatro de tamaño especial, cubiertos de un grueso pelo marrón. No tenían la asquerosa cola de rata, pero sí garras y dientes amarillos, tan gruesos como dedos de un hombre.
   “Ratatopos” maldice Ian... enfundando el arma descargada y empuñando un no tan efectivo cuchillo. Natasha ataca con su lanza: con mucha destreza se la clava hasta el asta en el lomo de la ratatopo más cercana. Albert, blandiendo con las dos manos la maza, corre hacia adelante al grito de “¡Asgard!”. A pesar de su entusiasmo, es derribado sin llegar a dar ningún martillazo a las bestias, cayendo entre unos cuantos cadáveres de espectros masticados.
   Albóndiga, siempre efectivo, con la ausencia de balas se vuelve indispensable: no tarda en desgarrar la garganta de uno de los animales mutados, y se vuelve a proteger a sus amigos, menos capacitados para la lucha cuerpo a cuerpo. Mientras Ian responde con su puñal a los zarpazos de una de las ratas gigantes, Natasha trata de desclavar su lanza de otra que, ciega de dolor, se defiende a mordiscos. El perro ataca sin descanso, y logra poner a raya a ambas criaturas, hasta que una manada de ratas menores, atraídas por la sangre, se suman al combate y distraen a la enfurecida mascota, que se lanza entre ellas despedazándolas de a una.
   Ian y Natasha logran dar muerte a una de las ratatopo restantes, pero la lanza se parte y el cuchillo se pierde en alguno de los charcos oscuros. Intentan un puñetazo y algunas patadas en la cabeza del enorme roedor que sigue vivo, pero la criatura, luego de una breve desorientación, se prepara para una embestida final.
   Ian y Natasha se arrinconan contra uno de los húmedos muros de las cloacas.
   La ratatopo chilla dando un salto hacia adelante… y, chillando más fuerte, comienza a derretirse a la mitad del salto. Primero la piel, que se desprende del cuerpo largando un fuerte olor a pelo quemado y grasa hervida; luego la carne se separa de los huesos que, sin cartílagos que los unan, se despegan entre sí y caen sobre la gelatina humeante y sanguinolenta en la que se ha convertido el roedor.

   Detrás de esa masa, cuando el vapor se disipa un poco, aparece Albert: de pie, con un gesto de horror en la cara, y todavía apuntando al montículo carnoso con una extraña pistola. Deja el brazo extendido hasta que sus amigos lo hacen reaccionar, y le quitan el artefacto de la mano crispada. Albóndiga, masticando el cadáver de una rata pequeña, se acerca a olisquear los despojos de lo que fuera la rata mayor. Ya nada se mueve alrededor, y Albert se permite relajarse y explicar.

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