Luego de recibir las indicaciones de los
espectros exiliados en las cloacas, los viajeros recorren las alcantarillas de
Necrópolis tropezando con todo tipo de desechos.
Cuentan los recodos, las bocacalles y las
escaleras de mano que se adivinan en la penumbra, buscando la que les indicaron
para salir a la superficie. “Cualquier boca de alcantarilla podría ser una
salida a la nada misma, a la puerta del ayuntamiento, o a una banda de
necrófagos de Set” les habían advertido. Prefieren no equivocarse al abrir la que
les parece correcta.
Pero, por ahora, avanzan tratando de ser
rápidos y silenciosos: también les han advertido sobre las ratas espantosas que
abundan en todo el lugar. Ya han matado algunas en el trayecto, de tamaño
corriente, pero saben que las hay mucho, mucho más grandes.
Las que finalmente encuentran son enormes,
casi como un escorpión rad. Albóndiga, al cruzar un charco de agua inmunda, se
detiene oliendo hacia adelante. Gruñe, y eriza el lomo: desde el fondo de un
túnel cubierto de huesos, especialmente mugriento, salen varios roedores ya
conocidos, y tres o cuatro de tamaño especial, cubiertos de un grueso pelo
marrón. No tenían la asquerosa cola de rata, pero sí garras y dientes
amarillos, tan gruesos como dedos de un hombre.
“Ratatopos” maldice Ian... enfundando el
arma descargada y empuñando un no tan efectivo cuchillo. Natasha ataca con su
lanza: con mucha destreza se la clava hasta el asta en el lomo de la ratatopo
más cercana. Albert, blandiendo con las dos manos la maza, corre hacia adelante
al grito de “¡Asgard!”. A pesar de su entusiasmo, es derribado sin llegar a dar
ningún martillazo a las bestias, cayendo entre unos cuantos cadáveres de
espectros masticados.
Albóndiga, siempre efectivo, con la ausencia
de balas se vuelve indispensable: no tarda en desgarrar la garganta de uno de
los animales mutados, y se vuelve a proteger a sus amigos, menos capacitados
para la lucha cuerpo a cuerpo. Mientras Ian responde con su puñal a los
zarpazos de una de las ratas gigantes, Natasha trata de desclavar su lanza de
otra que, ciega de dolor, se defiende a mordiscos. El perro ataca sin descanso,
y logra poner a raya a ambas criaturas, hasta que una manada de ratas menores,
atraídas por la sangre, se suman al combate y distraen a la enfurecida mascota,
que se lanza entre ellas despedazándolas de a una.
Ian y Natasha logran dar muerte a una de las
ratatopo restantes, pero la lanza se parte y el cuchillo se pierde en alguno de
los charcos oscuros. Intentan un puñetazo y algunas patadas en la cabeza del
enorme roedor que sigue vivo, pero la criatura, luego de una breve
desorientación, se prepara para una embestida final.
Ian y Natasha se arrinconan contra uno de
los húmedos muros de las cloacas.
La ratatopo chilla dando un salto hacia
adelante… y, chillando más fuerte, comienza a derretirse a la mitad del salto.
Primero la piel, que se desprende del cuerpo largando un fuerte olor a pelo
quemado y grasa hervida; luego la carne se separa de los huesos que, sin
cartílagos que los unan, se despegan entre sí y caen sobre la gelatina humeante
y sanguinolenta en la que se ha convertido el roedor.
Detrás de esa masa, cuando el vapor se
disipa un poco, aparece Albert: de pie, con un gesto de horror en la cara, y
todavía apuntando al montículo carnoso con una extraña pistola. Deja el brazo
extendido hasta que sus amigos lo hacen reaccionar, y le quitan el artefacto de
la mano crispada. Albóndiga, masticando el cadáver de una rata pequeña, se
acerca a olisquear los despojos de lo que fuera la rata mayor. Ya nada se mueve
alrededor, y Albert se permite relajarse y explicar.
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