El Supervisor fue categórico: “No me gustan
nada estos reportes. Es decir, lo que hay en ellos…” aclaró, creyendo leer en
las cejas de Natasha un gesto de disgusto, como si ella hubiera entendido una
crítica a su estilo narrativo.
Albert trató de introducir algunos
comentarios sobre ciertas experiencias favorables en sus viajes, pero el
Supervisor fue más específico: “Es sobre esos super-mutantes: su obsesión con
los seres humanos y su entrenamiento militar los señalan como una clara amenaza
a la vida como la conocemos… estos soldados siguen el liderazgo de alguna
voluntad que carga un gran odio por los que ellos llaman “normales”… y a
diferencia de esos otros desgraciados seres radioactivos, que ustedes llaman
“necrófagos”, han demostrado claras intenciones de conquista… incluso quizás
exterminio. Además, he realizado unos cálculos y, aunque es una hipótesis
apresurada, no creo que sean mutaciones accidentales: no veo cómo la
radioactividad por sí sola puede provocar cambios tan grotescos… se me ocurre
que esos “supermutantes” han sido manipulados a propósito mediante algún
proceso”.
Albert se perdió un poco en la última parte
del discurso del anciano. Natasha tradujo por lo bajo:
-Alguien está
armando un ejército de mutantes…
El Supervisor tomó aire, y soltó una última
indicación determinante:
-Odio tener
que decir esto: el líder de estos seres debe ser encontrado y detenido. Y la
fuente de sus criaturas, destruida. Por nuestra seguridad, debo pedirles que
vuelvan a salir.
Albert reprimió cualquier expresión de
alegría. Miró a su compañera de reojo,
pero ella había ocultado la cara debajo de su crecida melena oscura. Entre
algunos mechones, pudo ver un gesto duro y sus ojos enrojecidos. Tal vez ella
no se sintiera tan comprometida con volver a Arenas Sombreadas… o al menos, no
tan enseguida.
El Supervisor presionó algunos botones en
un tablero a su derecha, quizás para hacer tiempo mientras estudiaba cómo había
sido recibida su opinión. Albert, siempre enemigo de los momentos incómodos,
rompió el silencio.
-”Otra vez en
la brecha”, amigo…
No sonó como una queja, pero el Supervisor
volvió a pedirles disculpas por el nuevo encargo al que los sometía, y dejó a
su criterio en cuanto tiempo deberían partir. Esta vez, Natasha tomó la
palabra:
-Salimos
enseguida.
Sus padres tardaron mucho más que la primera
vez en entender por qué no estaría con ellos durante la cena, que habían
preparado en su honor con especial cuidado. Sus hermanos y primos menores
comprendieron más rápido, y sólo lamentaron no poder volver a escuchar sus
historias y jugar con el perro. Su ancianísima abuela no entendió nunca ni a
quién estaba felicitando. En esta oportunidad, no fue tan difícil para Natasha
despedirse de ellos.
Los del grupo de estudio de Albert apenas
tuvieron tiempo de mostrarle el material que habían realizado para él como
homenaje, según lo que imaginaban de sus aventuras: dibujos, videojuegos,
incluso muñecos ("figuras de
acción") hechos con restos de comida. A Max Stone, su amigo musculoso
ahora no tan imponente, no lo volvió a encontrar una vez que se perdió en la
multitud de los festejos, y no tuvo oportunidad de despedirse de él. Los otros
jóvenes le prometieron saludarlo por él, y hacer una versión animada de sus
aventuras, al menos de la información no confidencial.
Las órdenes eran no hablar sobre la posible
amenaza mutante, así que los viajeros tuvieron que recurrir a una verdad a
medias: para justificar su nuevo viaje, alegaron compromisos con quienes los
ayudaron a conseguir el chip, y dejaron que una multitud (ya no tan grande) los
acompañe hasta el primer nivel. Algunos empezaban a intimidarse con sus ropas
polvorientas, su mascota inquieta y sus extrañas armas. Ciertos padres no
estaban muy seguros de que les gustara
la idea de que sus hijos quieran “ser como ellos cuando crezcan”, como aseguraban
los chicos que corrían por los pasillos con cajas de cartón como corazas, para
jugar a la “guerra contra los piratas”.
Una vez más, cuando la anteúltima compuerta
se cerró a sus espaldas, quedaron solos en el pasillo que terminaba en la entrada,
herméticamente cerrada por el enorme engranaje de metal de la Bóveda 13.
Momentos después la última puerta rodaba a un costado. Los volvió a recibir el
esqueleto de Ed el muerto, desde las primeras piedras de la cueva. La banda
sonora crece, épica, como un aviso del final.
Albert se cuelga sus armas y prepara un
cuchillo, ya que no pensaba gastar municiones en alguna miserable rata que se
les cruce. Albóndiga caza una que se acerca desprevenida. Natasha da el primer
paso hacia adelante:
-Muy bien. Confiemos
en El Padrino y Don Quijote.
-¿Y qué sabés
vos de esos clásicos?
-Que también
tienen buenas segundas partes.
A sus espaldas, la puerta del refugio se
cierra de nuevo.
La pantalla se nos pone negra abruptamente,
empiezan a pasar los créditos, y vemos subir las luces de la sala del cine.
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