CAPÍTULO 31: “La ciudad muerta”

“Ciertamente, la impresión sobrecogedora que produce una 
casa desierta aumenta cuando el número de casas se multiplica 
hasta formar una ciudad de completa desolación. 
El interminable espectáculo de callejones desiertos y 
fachadas miserables, la infinidad de cuchitriles oscuros, 
vacíos, abandonados a las telarañas y a la carcoma, 
provocan un temor que ninguna filosofía puede disipar.” 
La sombra sobre Innsmouth - H. P. Lovecraft
  
  La llegada a Necrópolis fue tan lúgubre como podía esperarse. El panorama se resume en la frase que Ian murmura al poner un pie en ella: “Este lugar me da escalofríos”. Albóndiga suelta un gruñido de aprobación.
   A diferencia de El Eje, donde era poco frecuente encontrar construcciones de más de una planta, la ciudad de los mutantes aún conservaba en pie algunos edificios de gran altura (como podía verse desde lejos), por lo que las calles desiertas y agujereadas se oscurecían rápidamente con las sombras de las ruinas.
   Además, la abundancia de ornamentos en las fachadas, ochavas, puertas, ventanas y columnas (adornos arquitectónicos del mismo estilo “nouveau art decó” de la ciudad mercante, sólo que mucho más elaborados), forman una población de esculturas mutiladas y descoloridas: cuerpos y caras de piedra que dan la impresión de vigilar a los recién llegados. Entre los restos de la antigua opulencia de esa ciudad agonizante, el cartel de “Motel” les da la bienvenida.
   El mercader, único miembro que había quedado de la caravana, les advierte sobre el panorama general:
-Los “espectros” en principio sólo quieren que se los deje en paz. Uno o dos en el motel están abiertos al diálogo, yo voy a dedicar el resto del día a comerciar con ellos. Los demás, son mutantes pendencieros que recorren las calles en grupos muy fáciles de alterar. Si piensan dar una vuelta por el pueblo, ignórenlos. Según me dijeron, hay un edificio grande llamado “Salón de la Muerte”… pero más allá del nombre, sólo sería una especie de alcaldía. De todas formas, no es fácil recorrer las calles de Necrópolis; por lo general están cortadas por escombros y derrumbes… con un paso en falso podrían acabar en las cloacas de la ciudad.
   Alguno de los viajeros responde que no deben ser peor que la superficie.
   El mercader se dedica a acomodar su cargamento para la venta, y acuerdan en que los espere para el regreso. El comerciante les pide que se apuren: preferiría volver acompañado, pero si no supiera nada de ellos en un par de horas regresará solo. Que es lo que va a terminar haciendo.
   Los alrededores del motel comienzan lentamente a mostrar sus habitantes. Los viajeros, arma en mano, esquivan desde varios metros los necrófagos: algunos de ellos recorren las ruinas, a paso lento e irregular, solitaria y silenciosamente; otros se amontonan en grupo, sin más objetivos que gruñirse y murmurar frases inentendibles. Natasha intenta no mirarlos, conteniendo apenas el asco que le producen sus cuerpos en descomposición, y el miedo a una reacción feroz.
   Pero, aún sin la simpática conversación de Harold, los mutantes de la ciudad demuestran una innegable humanidad.  Se muestran esquivos, por vergüenza, desconfianza o timidez, ocultándose al paso de los viajeros. Cuando no, los ignoran, ensimismados en acomodar sus arruinadas pertenencias, o simplemente canturreando mientras miran un punto fijo a la distancia. Una de ellos (quizás la encargada del motel, ya que está instalada en el mostrador de la recepción) los observa interesada. Tratando de mostrarse cordiales, se acercan a entablar un diálogo.  Albert e Ian se adelantan, mientras que Natasha queda unos pasos más atrás, reteniendo a Albóndiga junto a ella.
   La mutante retrocede instintivamente, interponiéndose entre ellos y los escasos objetos que guarda apilados en unos estantes descolados. Los viajeros la saludan, y ella afloja su actitud defensiva. Con mucha dificultad logra modular unas palabras, soltando las frases lentamente, como quien no ha hablado en mucho tiempo. La lengua verdosa, en su boca sin dientes ni labios, chasquea y se retuerce hasta conseguir preguntarles qué quieren. Albert responde que están buscando “huellas del pasado lejano”. La necrófaga, que no tiene párpados sobre sus ojos amarillentos, frunce la frente, sin cejas desde luego, en un gesto que bien podría ser de molestia o de intriga. Lo cierto es que la frase ha quedado lejos de su entendimiento. Natasha, adelantándose, intenta con una pregunta menos retórica.
-Estamos buscando tecnología vieja, un chip de agua. ¿Sabe algo de eso?
   La encargada del motel reflexiona unos segundos, sosteniendo su mandíbula descarnada con una mano temblorosa (que conserva la mayoría de los dedos, pero muy poca piel y ninguna uña) y finalmente se ilumina: les indica que el agua y las máquinas están lejos, al otro lado de la ciudad. Señala vagamente hacia el este, y de inmediato vuelve a la mirada desconfiada y a cubrir sus cosas con el cuerpo, aclarando entre toses y tartamudeos que en sus estantes no hay nada de eso. Los viajeros la dejan en paz con su miseria, y salen del motel por una puerta desvencijada.
   Afuera, no menos de una docena de necrófagos voltea la cabeza al verlos salir. La puerta, que cedió con un simple empujón en un principio, no vuelve a abrirse cuando intentan meterse de nuevo en el motel. Como si la hubieran cerrado desde adentro. No forcejean mucho, para no seguir llamando la atención. Pero la masa de mutantes, inmóviles, los sigue con la mirada mientras ellos se alejan disimuladamente, bordeando las paredes del motel.
   Cuando todavía no han llegado a la esquina, uno de la manada, con tal de no perderlos de vista, gira su cráneo casi trescientos sesenta grados. El crujido de sus vértebras fue como una señal: los mutantes, que hasta entonces estaban plantados en la arena de la calle, chillan y se abalanzan al unísono sobre los viajeros.
   Las ráfagas de la metralleta H & K de Ian desparraman pedazos de carne verdosa y huesos amarillentos, pero no pueden detener las muchas manos que lo agarran. Sus patadas y trompadas logran romper algunas mandíbulas, pero no todas. Se defiende también con su mejor cuchillo. En algún momento lo hunde en una espalda y queda allí clavado, perdiéndose en la marea de cuerpos.
  Albert dispara a los que se le acercan. Algunos ya lo toman de los tobillos. Aunque sus compañeros no llegan a escucharlo, se da el gusto:
-“Quítenme sus sucias garras de encima”- grita. Las balas se le están acabando.
    Natasha usa indistintamente el rifle para disparar o repartir culatazos a los que logran agarrarla. Aunque las manos de los espectros crujen, no la sueltan hasta que Albóndiga se las arranca, una a una, mordiendo ferozmente las extremidades esqueléticas. Pero otros mutantes siguen llegando, y de pronto son demasiados para contenerlos.
   El perro en algún momento se encuentra separado de sus amos, y los pierde de vista. Los escucha alejarse, a la vez que su olor empieza a perderse detrás de la pestilencia de los enemigos que lo rodean. Metiéndose entre las patas de los mutantes, se larga a correr siguiendo el rastro del olor a humano. Afina el oído, y aunque ya casi no se oyen balazos, entre los gruñidos de las personas podridas escucha la voz de su dueña que lo llama desde lejos, pero a la vez de cerca, como si ella estuviera debajo de la tierra. Atento al sonido de la voz, corre sin dejar de dar dentelladas a izquierda y derecha, esquivando los brazos esqueléticos y arrancando los que se resisten a soltarlo. De pronto la voz de la humana se hace más clara, y su olor, aunque vuelve más nítido, le llega junto a una pestilencia más intensa que la de los necrófagos. Sin entender cómo, el piso desaparece bajo sus pies, y el perro cae en una total oscuridad.

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