En algún momento del funeral de los
espectros, Natasha le indicó a Albert que lo siguiera hasta la zona, ahora
desierta, del Almacén de Agua. No respondió a ninguna de sus preguntas, y él no
tardó mucho en entender que prefería estar callada todo lo posible. No la
culpaba: él todavía no digería la ausencia de Ian, y la propia muerte de ambos
a manos de los supermutantes también estuvo cerca de ser una realidad. La culpa
le pesaba, porque la excursión a Necrópolis había sido un plan suyo. No sólo no
habían encontrado el chip; demasiadas cosas, desde que llegaron a la ciudad
muerta, habían salido mal.
Natasha se adelanta e ingresa en el Almacén.
Su compañero la sigue en silencio. Se dirigen al pasillo, negro por el fuego,
donde Barry descargó su lanzallamas sobre Ian. El cadáver, poco más que un
montón de huesos calcinados, yace desparramado en un rincón. Albert aparta la
vista y trata de agarrar la mano de su compañera, creyendo que eso era lo que
quería mostrarle. Se equivoca: la habitante del refugio rechaza la muestra de
afecto sin mirar siquiera al cuerpo quemado, y atraviesa el pasillo hasta la
sala de la bomba de agua, comenzando a golpear uno de los costados de la enorme
mole metálica. Albert creyó ver en esa violencia un acto catártico para
descargar su ira. También se equivocaba.
-Natasha, si
hay algo de lo que quieras hablar… -empezó a decir Albert, con un tono que
intentaba no sonar condescendiente. Pero ella lo interrumpe, cortante, pero con
suavidad.
-Primero
tengo una promesa que cumplir- dice, y con un golpe más, termina de abrir una
pequeña puerta que protegía los mecanismos principales de la máquina. Vuelca
sobre el suelo un montón de piezas de metal llenas de barro, óxido y otras
inmundicias que se le habían adherido después de su paso por las
alcantarillas. Con bastante seguridad,
pero sin apurarse, Natasha las va colocando en lo que, según dedujo, eran sus
correspondientes lugares dentro del monstruo de caños y poleas.
No pasó mucho tiempo antes de que un
ronroneo rasposo llenara el lugar: el aparato, antes una cáscara inerte, estaba
ahora en plena actividad, drenando agua desde lo profundo de la tierra, el agua
de napas no contaminadas. A través de los caños que se extienden por los suelos
y paredes, el líquido vital fluye: primero marrón, luego verde, y al tiempo con
una aceptable transparencia. Entonces Natasha se relaja, y deja que corra
también el agua de las lágrimas que venía acumulando. Albert la abraza, y ella
comienza a reír. Se libera del abrazo, y le indica, de nuevo, que la siga. Pero
ahora corre aliviada por el almacén del agua, acariciando a Albóndiga a su paso
y abriendo las puertas enérgicamente. Albert se detiene señalando a los restos
calcinados y le grita, ya sin nada de delicadeza, si no deberían al menos
enterrarlo.
Natasha deja de correr al llegar a la puerta
de entrada. Gira y, apoyando sus manos en el marco de la puerta, le clava los
ojos con una sincera mirada de incomprensión, que hace a Albert preocuparse
sobre su estado mental. Desde allí, responde “A ese cadáver lo va a enterrar su
gente”. Y vuelve a correr hacia afuera. Albert y el perro la siguen hasta una
casa cercana, pero alejada de los callejones que rodean al Almacén de Agua.
Albert mira a su perro y le comenta “Creo
que todo esto fue mucho para ella”.
Natasha se serena, y golpea la puerta de la
pequeña morada. Un hombre joven vestido con una túnica parda, de tejido basto y
simple, sale a recibirla. Es claro que ya se han visto antes. Otra encapuchada,
una anciana sonriente, se acerca desde el fondo y saluda al grupo reunido en su
puerta, con una tranquila inclinación de cabeza. Ambos monjes sonríen,
transmitiendo una sensación de paz que Albert recuerda haber tenido antes.
Entonces ve el estandarte morado en uno de los muros, y pregunta incrédulo.
-¿Hijos…
Hijos de la Catedral?
La encapuchada le responde inclinando la
cabeza.
-En efecto,
hijo. Bienvenidos a nuestro humilde hospital en Necrópolis. Que la Flama
Sagrada les ilumine aquí también.
-Gracias,
sanadores- dice Natasha, y va al grano tratando de que su ansiedad no suene
irrespetuosa- ¿Cómo está él?
-Vivirá-
responde el sacerdote, señalando hacia uno de los cuartos con la mano abierta.
Tendido boca abajo en una cama, rodeado de
velas y sustancias médicas, un hombre envuelto parcialmente en vendas se queja
de sus quemaduras.
-Ian…-
murmura Albert, sin entender el milagro. Natasha se inclina sobre el paciente
para besarle la frente, que no ha sufrido daños por el fuego, y albóndiga le
lame una de las manos, la que está completamente libre de quemaduras.
-Albert…-
saluda Ian, levantando apenas la cabeza- perdoname si no me levanto.
Enseguida tose, y los sanadores de la
Catedral solicitan al resto que dejen reposar al convaleciente, prometiendo que
no tardará mucho en poder charlar largamente con ellos. Natasha recupera el
bolso de Ian (ese pedazo de lona que tenía, entre otras cosas, su
ametralladora) y salen del modesto hospital.
-Pero… yo lo vi prenderse fuego, allá en el
almacén- afirma, confundido, Albert.
Natasha lo corrige.
-Yo también,
o al menos me pareció ver eso cuando me empujó hacia atrás, y recibió una
llamarada en plena espalda. Esa pobre necrófaga, una prisionera de los
invasores, ella se llevó la peor parte. Una criatura desafortunada: le hacemos
el favor de liberarla y sólo para que al final… bueno...
-…salte “de
la sartén al fuego”, casi literalmente- completa Albert, sin sentir culpa por
su negro sentido del humor- Lo lamento por ella, pero si lo tomamos como un
sacrificio involuntario, le estoy agradecido. Pensé que… que no los vería más a
ninguno de los dos.
-No me cabe
duda- le recrimina Natasha- Por eso nos abandonaste allá en el Almacén de Agua.
-Es que,
quiero decir: realmente lo di por muerto a Ian, y no sabía que vos estubieras ahí.
-Tranquilo,
que no te lo estoy recriminando- aclara ella, contradiciendo nuestra primera
impresión- Yo sí te vi, a través del fuego, yéndote, y cuando la cosa se calmó
tampoco fui a buscarte para darte… para darte la buena noticia…
-… de que Ian
sobrevivió al ataque… -se equivoca por tercera vez Albert.
-En realidad,
no. Es decir, si, pero además, que finalmente conseguimos esto:
Natasha,
con mucho cuidado, saca de entre las cosas de Ian un chip purificador de agua.
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