CAPÍTULO 30: “La ruta de las caravanas”

 "What are the roots that clutch, what branches grow
Out of this stony rubbish? Son of man,
You cannot say, or guess, for you know only
A heap of broken images, where the sun beats,
And the dead tree gives no shelter, the cricket no relief,
And the dry stone no sound of water. Only
There is shadow under this red rock,
(Come in under the shadow of this red rock),
And I will show you something different from either
Your shadow at morning striding behind you
Or your shadow at evening rising to meet you;

I will show you fear in a handful of dust".(1)
T. S. Eliot, "La Tierra Baldía"

   El viaje fue difícil, incómodo, peligroso. Cualquier cosa, menos aburrido.

   La banda sonora de las escenas de marcha (panorámicas, tomadas desde lejos) remite a otros paisajes. Desiertos de Arabia, de la India… se aprecian instrumentos “étnicos” que transmiten el sentimiento de avance sostenido. A medida que los planos se centran más en el grupo, va ganando más importancia el ruido de los cacharros del equipaje amontonado sobre las brahmins. Al chocar entre ellos, crean de por sí una música monótona que era una buena base para usar como compás al inventar canciones. Los mercaderes saben o improvisan un montón para marcar el ritmo de sus pasos, y variadísimas historias para contar alrededor del fogón en los descansos. Las otras caravanas suelen viajar en silencio la mayor parte del tiempo, pero no era el caso de esta compañía.
   El olor de los animales no era tan malo, si el viento no te lo tiraba sobre la cara, pero al armar los campamentos, la mezcla de los que despedían los cuerpos sin lavar podía ser sofocante dentro de una tienda. La comida era escasa y de pésimo sabor, más que nada carne seca que costaba masticar, lo cual era el entretenimiento principal durante las jornadas de caminata.
   El alcohol era escaso: aunque irresponsables ciudad adentro, fuera de la civilización los guardianes del cargamento se volvían sobrios y atentos, dedicando la mayor atención en salvar la mercadería y sus propias vidas si percibían peligro.
   El grupo cuenta con una pareja de mellizos, ella y él muy rápidos con la escopeta; sus personalidades eran muy distintas, ya que ella no dejaba de hacer chistes y él se quejaba de todo, pero cuando se quedaban en silencio o se los veía de lejos era fácil confundirlos. El líder era un veterano, de puntería prodigiosa al desenfundar su pistola; a pesar de las presencia de sus compañeras, y del alto concepto que tenía de Keri, dejaba escapar varios comentarios molestos sobre las capacidades femeninas, hasta que Natasha no se los dejó pasar más. Además, ahora también será Ian el que pida respeto si alguien se sube de tono: revivir sus experiencias como guardián de caravanas lo ha puesto serio, y ya no escondería su inseguridad detrás de chistes insolentes y actitud arrogante.
   Entre los animales de carga viajaba un moreno flaco y desdentado: el jefe mercader responsable de la entrega, que se alejaba del grupo ante la menor señal de amenaza, fuera real o no.
   En las dos primeras jornadas murió un guardia, por las constantes embestidas de una banda pirata que, en intentos de ataques estilo Blitzkrieg, los sorprendía y huía rápidamente luego de fugaces balaceras. No se dieron por vencidos hasta reconocer que su poder de fuego era inferior al de la caravana, y finalmente se retiraron, con tres hombres menos contra el único caído de los mercaderes (el veterano de buena puntería, enterrado en un funeral breve bajo un árbol seco).
   Además de la siempre endurecedora experiencia, los piratas les dejaron unos trofeos escasos, que consiguieron al saquear sus cadáveres: junto con algunas pocas chapas, Ian se quedó con un puñal mucho mejor que su anterior cuchillo, Albert con un martillo de mango largo que consideró útil al menos para redondear un trueque, y Natasha consiguió una lanza que utilizó como báculo para caminar el resto del trayecto.
   Luego de eso, tropezaron con un largo grupo de escorpiones Rad. Mientras  buscaban un refugio donde pasar la noche, los mercaderes encontraron lo que resultó ser la entrada de un nido considerable (que además, como es sabido, son peores de encontrar al caer el sol, cuando esas criaturas gozan de plena actividad). De esa incursión tuvieron como única baja una de las brahmin, que fue arrastrada con su cargamento nido adentro, y ninguno fue tan osado como para ir a rescatarla. Además, casi ninguno estaba en condiciones: una vez que se alejaron, la mayoría del grupo sufría diferentes grados de envenenamiento, por las picaduras de los aguijones de los monstruos.
   Pero no tuvieron que lamentar más pérdidas por eso: los viajeros aún tenían, desde su aventura en Arenas Sombreadas, bastante del antídoto que les diera Razlo, y aunque al compartirlo casi lo gastan todo, se ganaron el agradecimiento de la compañía.
   El peligro más grave apareció ya casi llegando a destino.

  No tan lejos, se divisan los restos de los rascacielos de la ciudad muerta, y las ruinas de las autopistas que llevan a ella. Ya desde donde están se siente la desolación. A simple vista todo esta quieto en el conjunto de edificios grises. Pero de repente, algo se mueve en el camino. De unos automóviles fósiles, olvidados hace décadas en la carretera, se asoma lo que parece ser un montón de cadáveres, momificados por el clima del desierto o las radiaciones de las guerras… pero no lo eran. O casi: los cuerpos resecos se agitan y, en cuestión de minutos, hay diez o quince necrófagos avanzando sobre el convoy de mercaderes.
   Recién allí entienden los habitantes del refugio el grado de bestialidad al que podían llegar esos seres, enloquecidos algunos por el cambio. Lejos del ejemplo de Harold, estos mutantes tenían bien ganado el apodo de “espectros”.   Unos pocos pueden todavía esgrimir un cuchillo o una lanza, pero en general se arrojan sobre los guardias con uñas y dientes. Albert y Natasha los ven caer sobre los mercaderes abatidos, y masticarles la piel antes incluso de que mueran. No eran rápidos ni fuertes, pero los disparos no los afectan como a un humano normal: habían desarrollado cierta resistencia al dolor. Además, la sorpresa y el número les juega a favor… ambos mellizos morirán en el enfrentamiento, horriblemente mutilados.
   Ian dispara ráfagas sobre ellos hasta volver a varios una masa sin forma, pero resulta herido en ambas piernas con mordidas profundas, ya que algunos atacantes se escondían bajo los autos. Cae y rueda también debajo del auto más cercano, sin dejar de disparar. Las heridas ya se le empiezan a infectar por los dientes podridos de los mutantes.
   Albóndiga, siempre listo a demostrar lo mucho que le importan a sus amos, se lanzó a proteger a Albert y Natasha, despedazando sin prudencia a todos los que se les acercaban. Los habitantes del refugio estuvieron a salvo al comienzo del ataque, ya que (por haber aportado el antídoto del veneno de los escorpiones) sus compañeros les habían cedido el privilegiado puesto junto a las brahamis y la mercadería.
    En un principio disparan, como era la orden, “sin abandonar su puesto en la retaguardia”, pero desde allí era tan posible acertarle a un enemigo como a un compañero (de hecho, y aunque más tarde no lo reconocería, Albert se quedó con la duda de haber rematado a uno de los mellizos, sin querer, mientras trataba de sacarle un necrófago de encima… a fin de cuentas, haciéndole un favor al desgraciado).
   Cuando ya la masa de cuerpos verdes y grises se arrastra sobre la trinchera, una defensa que improvisaron apilando el cargamento alrededor de las vacas, los habitantes saltan sobre el montículo. Tienen la lanza, el martillo, el rifle y la pistola preparados. Albóndiga trepa hasta ponerse al frente. Ni las dentelladas del perro ni los disparos detienen a los mutantes, que ya casi alcanzan las piernas de los protagonistas. Vacían sus cargadores, y es hora de sacudir el martillo (que resulta muy efectivo para aplastar manos y cabezas) y clavar la lanza, que luego de ser usada por kilómetros como bastón, vuelve a cumplir su función original. Ninguno de los atacantes sobrevive.
   Para cuando bajan de su puesto, hay un tendal de cuerpos fétidos repartidos por el pequeño campo de batalla. Algunos sobrevivientes son eliminados mientras mastican, enceguecidos, los cadáveres todavía tibios de humanos y brahmins.
   Ian sale de su escondite bajo un auto, y como pueden le curan las heridas.  Albert tarda bastante en dejar de lanzarle miradas sospechosas, convencido por un temor infantil de que su compañero mordido se convertiría en una de esas criaturas radioactivas.

   Al retomar el último tramo del viaje, no queda en la caravana más guardia que ellos tres, el mercader desdentado (siempre a salvo gracias a su distancia prudencial del peligro)  y una Brahmin masticada que, sobrecargada de equipaje, caminará renqueando hasta llegar a destino.

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(1)
"¿Cuáles son las raíces que se aferran, qué ramas crecen
Fuera de esta basura pedregosa? Hijo del hombre,
No puedes decir, o adivinar, porque sólo conoces
Un montón de imágenes rotas, donde late el sol,
Y el árbol muerto no da refugio, ni el grillo alivio,
Ni la piedra seca hace ruido de agua. Solamente
Hay sombra debajo de esta roca roja,
(Ven bajo la sombra de esta roca roja),
Y te mostraré algo diferente de lo demás
Tu sombra en la mañana caminando detrás de ti
O tu sombra al anochecer saliendo a tu encuentro;
Te mostraré miedo en un puñado de polvo".


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